domingo, 27 de enero de 2013

MI NUEVA NOVELA

En abril ALIANZA EDITORIAL publicará mi nueva obra: se titula CLUB LA SORBONA y es una NOVELA negra, psicológica y de alterne.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

EL PULSO DEL AZAR de Ana Rodríguez Fischer

A Ana Rodríguez Fischer (Vegadeo, Asturias, 1957) le debemos una de las mejores novelas publicadas sobre la época surrealista: Objetos extraviados, Premio Lumen 1995. Ahora regresa al género narrativo con su quinta novela, El pulso del azar (Ed. Alfabía), una narración epistolar y coral, atmosférica, compleja y desde luego fascinante en lo que tiene que ver con su documentación y su calidad de página. Inicialmente sorprende que, aunque es frecuente que las narradoras ficcionen la Guerra Civil dando voz a los personajes femeninos, como así han hecho Ana María Matute o Ángeles Caso por ejemplo, o adopten una postura genérica combativamente neutral, como Almudena Grandes, esta autora toma una posición mixta muy audaz al dar voz a una mujer de ese tiempo, sí, pero a través de su padre que está al fondo, como la educación patriarcal. Y desde luego llama la atención igualmente este personaje masculino, y el hecho de que, al presentarlo a él, el padre, el vehemente y contradictorio Gustavo Guzmán que es alguien que en el conflicto armado combate en los dos bandos, la autora aborda sin maniqueísmos de manual un tema inagotable: nuestra epopeya. La trama principal está forjada con los testimonios escritos que Gustavo, el progenitor de una reclusa de la cárcel de Wad-Ras llamada Elisa, ha dejado para contarle una historia que en su mayor parte sucede en la Barcelona de los años 30. Originario de Asturias –en la novela se nos cuenta con prolija documentación la sublevación del 34-, su vida en Barcelona es la de un estudiante de aquellos años, destacando ciertos acontecimientos como las Olimpiadas Populares de julio del 36 (concebidas como una manifestación de rechazo a las de Berlín de ese mismo año). Pero de pronto ocurre el levantamiento del 18 de julio, que se nos describe a grandes y alegóricos rasgos como si todo acontecimiento bélico en España fuera el mismo repetido, como si se tratara de un paralelismo, pues tal levantamiento hace recordar al protagonista los sucesos del 34 en Asturias. En esta parte la autora hace especialmente gala de su rigor documental al describir una escena de donación de sangre, necesaria para atender a los heridos en combates callejeros: la donación en aquellos tiempos se hacía brazo a brazo, si bien en un pasaje similar que se desarrolla más adelante, casi dos años más tarde, hace mención al notable hecho de que entonces ya disponían de conservantes para la sangre y ésta por fin se podía almacenar en frascos, lo cual, dice expresamente, “salvó una cantidad enorme de vidas al poder acercar los servicios de transfusión hasta casi el campo de batalla”... Curiosamente la vida en Barcelona en el verano del 36 se siguió desarrollando con relativa normalidad una vez sofocada la rebelión, y el protagonista incluso puede seguir asistiendo a sus clases, si bien el panorama va siendo alterado por los comités revolucionarios e incautaciones sumados a la llegada de los primeros brigadistas. Nuestro protagonista recibe las angustiosas noticias de Asturias, con la rebelión de Aranda, que al poco se hizo con el control de Oviedo, al cual el narrador alude de forma despectiva. Llama la atención el bien descrito hecho de que con celeridad los centros de enseñanza se incorporaron de una manera u otra al esfuerzo de guerra, y un acontecimiento en el que el narrador epistolar se centra en esta parte –nos hace ver así que supuso una conmoción en Barcelona- fue la muerte del anarquista leonés Durruti el 20 de noviembre del 36 en circunstancias poco claras (de hecho, fue éste uno de los inconvenientes que impidieron la integración de los anarquistas en el ejército popular que se estaba organizando a marchas forzadas, y tal contrariedad anticipó los desgarros internos que habrían de afectar a las fuerzas republicanas). El vívido caos vital cotidiano empieza a reflejarse en escasez de suministro de artículos diversos, mientras a la par se va improvisando un aparato burocrático autista a la realidad que también ocasiona protestas semejantes a las actuales. Se reciben a la vez también en Barcelona refugiados que huyen de los combates (la obra se centra en los que proceden de Málaga una vez caída en manos insurgentes) y, en general, asistimos con fino sentido de la gradación a como la situación se va deteriorando progresivamente. Las noticias recibidas de Asturias son muy desalentadoras y en estas páginas se hace un juicio negativo de los dirigentes –como el célebre Belarmino Tomás- del Consejo de Asturias y León. Barcelona por otro lado empieza a sufrir ataques directos, y la cantidad de refugiados llega a ser inasumible. Curiosamente en este punto el contradictorio protagonista ejerce con satisfacción labores encomendadas por las autoridades para ayudar a la producción de material bélico. Y se nos narran las llamadas a la resistencia procedentes de Negrín, las cuales tuvieron una última expresión en la batalla del Ebro (año 38), la cual fue el intento final de la República por enderezar el rumbo de la guerra. Recibió entonces Gustavo el aviso de la muerte de su padre, que derivó en su atropellado retraslado a Asturias (donde vive el final de la guerra haciendo lo que puede para borrar su pasado en “zona roja”). Para tratar de borrar su anterior militancia incluso se alista en el ejército, y de hecho está en Toledo cuando se produce la caída de Barcelona y el triunfo final de Franco –y así sabemos que las cartas de Gustavo a su hija no son sino fruto del dolor de la culpabilidad, aunque sin embargo esta novela no le incrimina sino que le humaniza a la vez que supone su redención, y la de su hija, y un poco la nuestra-. La vida por supuesto cambia totalmente tanto para él como para la narración, que también ha cambiado de bando, y los acontecimientos que son relevantes ahora son por ejemplo la recuperación de la Virgen de Covadonga, que estaba en la embajada española en París. Pero de pronto la vida le ofrece un trato: su madre empieza a trabajar de bibliotecaria, y él puede cursar medicina gracias a un curioso sistema que en la época permitía aprobar las asignaturas sin asistir a clase… Se trata, en suma, de una novela profunda, epistolar y coral, estructuralmente ambiciosa, pero sobre todo he aquí una narración de prosa detenida, matizada y minuciosa, rigurosa y en ciertos aspectos novedosa en su prolija documentación. El tema global de la obra es el de la libertad que proporciona el descubrimiento de la propia identidad, del elaborado relato que somos... Y este tema filosófica y humanamente de primer orden, como bien nos ha querido enseñar también el psicoanálisis, casi trasciende la propia Guerra Civil para insertar esta novela no sólo en el necesario canon de la metaficción históriográfica de nuestra Guerra, sino también en el imprescindible canon de las novelas que nos ayudan a saber entender lo que somos. El final de la novela, el confuso doble crimen que lleva a Elisa a la cárcel de Wad-Ras ya avanzados los años 70, hay quien diría que es la parte en la que la prosa se hace más oscurantista, pero yo me quedo con esa sensación catártica, casi de Complejo de Edipo sublimado, que queda en el lector al terminar esta obra sobre el descubrimiento de uno mismo a través de la epopeya de su padre… Supongo que tiene razón la autora, y somos en buena medida aquello por lo que ellos lucharon… Y aún más razón tiene en que cuando uno descubre quien es, la cárcel de la realidad se amplia, y entonces ya pueden reducirnos el espacio pero no la libertad. Desde el punto de vista de la ficción histórica hay en estas páginas pasajes de considerable altura, pero lo mejor es como nos hace vivir la intrahistoria de la Barcelona bélica... He aquí una obra exigente y ambiciosa que se lee con deleite y sentido de la entrega porque posee el regusto de las obras clásicas… Se la recomiendo.

viernes, 16 de noviembre de 2012

EL RÍO DEL EDÉN de José María Merino

A veces la geografía física de convierte en geografía anímica, emocional y alegórica… Por ejemplo pongamos que un padre de familia acomodado –Daniel- acaba de quedarse viudo de Tere. Pongamos que tienen un hijo con Síndrome de Down, Silvio (que es una conmovedora combinación de ingenuidad, ternura e imaginación) y Daniel y Silvio regresan juntos a un espacio virginal del alto Tajo en el cual hay una idílica laguna; un lugar que visitaron juntos Daniel y Tere hace años en los comienzos torrenciales de su amor. Pongamos que van para depositar allí las cenizas de la finada madre. Que Silvio, cuya discapacidad le hace estar en la realidad de otra manera, porta en las manos la urna con las cenizas de Tere y le va hablando como si ella estuviera viva, como si la urna de las cenizas fuera un recipiente alquímico de presencia eterna, como si la teología materialista fuera verdad, mientras su padre Daniel, que siempre estuvo lejos de ese hijo, va recordando ahora la tormentosa vida matrimonial que vivió con Tere (Daniel ha sido siempre un adúltero compulsivo, un hombre no malvado pero sí débil, y de moral laxa en lo afectivo, cuya vida ha estado marcada por las infidelidades; de hecho es alguien que, aunque inteligente, ha estado atrapado en una maraña psicológica justificativa que no le ha permitido ni culpabilizarse, ni redimirse, ni mejorar). Y pongamos que en tal iniciático viaje a pie la naturaleza se va infiltrando en los ominosos recuerdos de Daniel sobre su vida con Tere (incluyendo las infidelidades recurrentes que desembocan en la traición que a Tere le hace Daniel con su propia hermana, la morbosa, obsesiva y maquiavélica Carla, en la cama matrimonial de Daniel y Tere). Pongamos que igualmente la naturaleza circundante embosca tanto la conversación de Silvio con la urna como el diálogo, siempre repleto de ternura y de una estética naïf, entre Daniel y Silvio… Pero pongamos también que, cuando ya han llegado al río del Edén, de pronto el niño Silvio se pierde en medio de la noche, su padre no lo encuentra por ningún lado, y el viaje al Edén, al paraíso perdido de Milton, se convierte en el descenso a los infiernos de la Divina Comedia de Dante. Oh, pongamos asimismo que en ese momento ocurre algo que moral y emocionalmente lo cambia todo de rumbo; algo fácil de entender pero difícil de olvidar... Ésta es la propuesta argumental de la última novela de José María Merino El río del Edén (Ed. Alfaguara), una ficción atmosférica, conmovedora, inquietante y exenta de moralina de manual –tan frecuente en los abordajes narrativos tanto de la discapacidad, como de la infidelidad-. La narración está escrita con fina mano literaria en una potente, psicoanalítica, segunda persona, e incluye en el retrato externo e interno los sofismas psicológicos de este donjuán intelectual, suburbano y frustrado, incorporando además un conocimiento muy matizado de las sensaciones y los sentimientos humanos… Pero tan protagonista de todo son los personajes como el espacio natural –ya ha venido sucediendo así en otras novelas del autor como La sima y sobre todo en El lugar sin culpa-, lo cual demuestran de modo fehaciente todas esas descripciones de la naturaleza que, insertadas en la acción y evocación, resultan tan bellas como detallistas y propias de un poeta que a la vez es naturalista y panteísta. El río del Edén es una novela que nos hace saber sin decirlo que, ya que la mirada humana siempre tiene algo de proyección, todo paisaje es un paisaje moral. Se trata, esta vez, de una novela realista, algo infrecuente en la trayectoria de ese retratista de lo “raro” y del lado fantástico de lo cotidiano que es JMM. Sin embargo la visión del mundo del niñodown Silvio es fantástica, casi de ciencia ficción, las referencias históricas al traidor Don Julián son alegóricas, la forma que tiene Daniel de reconquistar a Tere empleando la poesía clásica es metaliteraria, y la neurosis autojustificatoria de Daniel, que le lleva a pensar que hay varios Danieles dentro de sí mismo, es una forma de incluir sutilmente el fantástico tema del doble, motivo recurrente en las ficciones y obsesiones del autor (véase a tal efecto su novela La orilla oscura, recientemente reeditada por la editorial Cátedra en una excelente edición crítica que firma Ángeles Encinar)… Sin embargo el punto de giro argumental de El río del Edén llega de pronto para hacernos saber que hay decisiones que no tomas tú, sino que las toman por ti las circunstancias como para intentar redimirte… ¡Y eso le sucederá a Daniel! ¿Por qué? ¿Qué momento catártico e inolvidable que no se esperan ni de coña reunirá emocional y definitivamente a Daniel y Silvio entorno de Tere? Para saberlo tendrán que leer El río del Edén de José María Merino. ¡Les fascinará!

miércoles, 25 de julio de 2012

LA BICICLETA DEL PANADERO de Juan Carlos Mestre

Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957), hijo del panadero de su pueblo, pan él mismo, tras un calvario físico propio y familiar y el fallecimiento de su padre ha hecho acopio de hallazgos extraídos de ese pozo repleto de diamantes que es la adversidad, que es la tristeza: como fecundo resultado acaba de publicar un libro inconmensurable en muchos sentidos, La bicicleta del panadero (Ed. Calambur)… Una reunión de poemas en prosa –poemas de largo aliento salmódico, salmódico al modo judaico, repletos todos de metáforas de alta resolución- fruto del rapto y el recogimiento y que se notan escritos con radical sed de sentido. La muerte, esa palabra incompartible, ese regreso idiota a un universo prelingüístico, es el punto de partida del libro, pero el de llegada es la vida, su contenido, su resumen, su sabor, sus sonidos… Por eso en La bicicleta del panadero salen y están la familia, el paisaje, las lecturas, las canciones, los amigos, la ideología, la fe de los antepasados, los barroquismos privados, los viajes, los cuadros, las ensoñaciones cifradas, los enigmas y, en definitiva, todo lo que al poeta le ha traído hasta aquí y se ha convertido en su cimiento personal. Desentrañando con fascinación metáforas de estos poemas he entendido acaso como al principio, como en aquellos libros que me llevaron un día a enamorarme rendidamente del lirismo, que la poesía es un advenimiento del ser, una afrenta tan certera como oportuna a la intersubjetividad, una disolución de todo convencimiento y, no pocas veces, un final articulado y significativo para el proceso de adivinación que implica la tristeza. A mi juicio pocos poetas como Juan Carlos Mestre nos enseñan a su modo que la metáfora es un vehículo del más allá; una coacción al lenguaje para exprimirlo como si fuera una naranja hasta hacerle expresar al máximo… Pocos poetas como Mestre consiguen decirnos sin decirlo que la metáfora es un ir caminando por las costuras del lenguaje hasta agrandar las fronteras de la comunicación posible. Guardo ya en mi corazón mis poemas favoritos de este libro exigente, difícil de entender y de olvidar, pero en lugar de nombrarlos les recomiendo que se adentren para descubrir los suyos. Tal vez así como yo concluyan que la literatura es una comunicación diferida que trata de remediar la imposibilidad a la que te constriñe la realidad tal como es, y, en tal sentido, es un intento de atraer al que está lejos, es un salvar las distancias, el reconocimiento de una carencia… Pero el alivio de la soledad que implica escribir poesía proviene de un lector agradecido; del reconocimiento cálido a un discurso lírico irradiante y leal con las certezas e incertidumbres del autor… Por eso, querido Juan Carlos, llega ahora tan lejos esta palabra: gracias.

jueves, 31 de mayo de 2012

LOS NADADORES de Joaquín Pérez Azaustre

Hay un misterio en la vida que no nos sabe revelar la vida misma, y por eso existen las novelas demoradas de prosa envolvente; esas novelas que nos invitan a sumergirnos en el enigma de la existencia para, así, no conformarnos con un vitalismo elemental. Y lo digo porque ese aspirante a Hemingway con mirada de toro de lidia y voz de caballerazo andaluz, poeta de raza y el mejor novelista de nuestra generación –Joaquín Pérez Azaustre, Córdoba, 1976- ha querido venir a León esta semana para presentar aún antes que en Madrid, que en Barcelona, en las Españas, su novela Los Nadadores (Ed. Anagrama). Como una forma de intentar globalizar la inteligencia y la amistad aquí está esta novela atmosférica y extrañamente hipnótica escrita con un rigor verbal que elogia la precisión, la minuciosidad, el fraseo largo, las metáforas de alta resolución y la sed de sentido. El mundo en el que nos adentra es por un lado el del deporte y por otro la fotografía. El contexto es el de la ciudad enorme, aglutinadora y que funciona como un disolvente para las identidades. La trama casi naturalista, casi realista, se basa en que el protagonista, apocado fotoperiodista de nuestro tiempo adepto al deporte, la amistad, el alcohol, y la neurótica normalidad, asiste a como a su alrededor va desapareciendo gente sin dejar rastro y sin que nadie conozca el motivo o el paradero. Se diría que es una novela de misterio, pero no empleando el término en el sentido de Conan Doyle y Agatha Christie –misterio que se ha de resolver apoyándose en la perspicacia y el ingenio-, sino en el sentido de Dostoyevski cuando el autor ruso nos enseña que existe un enigma en el vivir que no cabe dentro de lo que se entiende por normal, pero mantenerse al margen de ese misterio es un poco quedarse fuera de la vida misma. La forma de mantener la intriga que el autor ha empleado en esta novela no es la de dosificar la información sino, en la estela de Kafka, ir insuflando en quien va leyendo paulatinas dosis de desinfectante angustia. Pero el tema principal, el símbolo primordial, es el de la natación. Como se comentó en la Librería Alejandría –templo del León docto- el autor ha escrito una novela generacional diciéndonos subliminalmente que más que nunca en nuestra “generación de las particularidades” todos somos distintos y estamos solos, que necesitamos mantenernos en forma porque la vida es competición y reto, y que estar simbólicamente en forma, aunque te ayuda a resistir y a avanzar, también te va dejando solo… He aprendido mediante esta novela con fraseo de Blues, que si uno no se pone retos y lee libros exigentes jamás consigue nada, que el ritmo de los best-sellers miente sobre la vida, y que León atrae a los contadores de historias perdurables… ¡Viva vivir!

lunes, 16 de abril de 2012

EL AMANTE de Margueritte Duras, según Luis-Salvador López-Herrero

UNA APROXIMACIÓN AL GOCE

Hay libros que son como un prisma. Tienen muchas caras. Pasillos divergentes que sin embargo, parecen aullar una escena central. Pero ¿cuál?

EL AMANTE es uno de esos libros, de infinidad de ventanas, en donde la mirada del lector puede captar diferentes caminos a partir de su propia lectura fantasmática. No puede ser de otra manera.

Aquí, en El amante, parecería que no hay historia, que no hay relato; es el goce mismo el que parece deslizarse entre las palabras y la escansión perpetua que corta inesperadamente la narración. Como en la experiencia analítica.

No obstante, hagamos caso a la autora, y situemos a partir del mismo título, El amante, el marco a través del cual se despliega veladamente el eco de una narración llena de dolor, sufrimiento y goce.

El amante, ¿quién es ese sujeto? Un siervo del padre y del amor –y nada mejor que un chino para este menester-, a partir del cual una muchacha despierta y configura la subjetividad femenina, a través de la mirada del cuerpo de otra mujer y del encuentro mismo con el goce. Sólo puede ser así.

No cabe duda que esa relación, que esa experiencia de goce, sirve de trama para mostrar cómo se labra la subjetividad femenina a partir de un escenario familiar completamente atravesado por la cólera de la locura. En este sentido, el estrago materno que infiltra a la niña, el rostro de desesperación o la locura de la madre, nos iluminan un plano del tormento infantil a partir del cual la niña-muchacha intenta abrir las puertas de la feminidad a través de un enigma: ¿Cuál es el misterio de esa pasión sexual que ejercen las mujeres sobre los hombres?

Pasión que ella misma pondrá en juego con su partenaire para encender las puertas del goce.

“Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, ni el precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está dónde las mujeres creen… Hacer semblante de nada.

Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercida por ellas mismas siempre lo he considerado un error.

No se trataba de atraer el deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experiment”.

Ese saber, labrado antes de la experiencia sexual con el partenaire amante pero guía para la constitución del semblante femenino, no aporta la solución ni siquiera la felicidad. Tan solo los esbozos de la escritura de un síntoma, y el valor que adquirirá para ella la escritura misma, como instrumento para paliar el dolor de existir.

Es verdad que el personaje, la niña-muchacha, entra en la experiencia sexual motivada por el misterio de una feminidad que atrae a los hombres, y que le comporta un goce; es verdad que hace ese recorrido ahuyentada por las garras de la locura materna; es cierto también que transita por él mismo, alejándose del goce perverso del hermano mayor, cuyo desenlace es ser enterrado tal como había vivido, a solas con la madre, o de la experiencia maternal que para ella ejerce el hermano “pequeño”, cuya muerte, como le sucedería a cualquier madre, le abre también las puertas mismas de la mortalidad. Sin embargo, esa experiencia y ese recorrido por los meandros del amor a partir del escenario edípico dramático, no le abren las puertas del paraíso, aunque le sirva para marcar un punto de separación, acercándole a la complejidad misma que encierra la mascarada femenina a través de la presencia fantasmática de la otra, de la puta…

La mirada triste de la niña, las pequeñas marcas en ese rostro aún infantil que muestra la fotografía, anuncian sin embargo, el devenir alcohólico que viene a “suplir la función que no tuvo Dios”. Como muy bien lo señala la autora: “Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó”.

Alcohol y escritura se superpondrán así, indefinidamente, en su vida con su viaje a París -porque no sublima el que quiere sino el que puede, ni tampoco la sublimación puede reabsorber todo el empuje de lo real-, allí donde la niña-muchacha logra ahuyentarse del escenario familiar y también de esa misma experiencia sexual, germen de una búsqueda de identidad femenina, imposible.

Sí, es cierto, el amante, la experiencia sexual y la fascinación por el cuerpo femenino, son ventanas esenciales en la trama de una novela novedosa para la época. Sin embargo, quizá, lo más relevante, es la manera en cómo el recuerdo a partir de la mirada perdida de la vejez sobre el rostro infantil, nos ilustra una experiencia en donde el goce de esa relación prohibida, la virginidad perdida y el amor, nos anuncian el sendero de “eso” que escapa a la imagen y a las palabras, y que tiene un nombre: el goce.

No cabe duda que Marguerite Duras sabe, camina en la buena dirección, aunque pienso que, verdaderamente, ese saber no lo conocía.

Luis-Salvador López Herrero
Abril 2012