miércoles, 11 de mayo de 2011

SONATA A KREUTZER de Lev Tolstói

¿El carburante principal de la vida es el amor o lo es el deseo? ¿Existe una noción fija de vicio? ¿Es de verdad una ilusión creer que la belleza es bondad? ¿Sólo desde la perspectiva de quien ha cruzado la frontera moral se puede ver con objetividad lo que mueve a los seres humanos a emparejarse? ¿Tiene razón el protagonista de SONATA A KREUTZER –Pózdnyshev, un hombre que se casa enamorado y dispuesto a llevar una vida de tranquila felicidad doméstica pero al cual, cuando las dulzuras de la luna de miel pronto dejan paso a la rudeza de la vida cotidiana, los demonios procedentes de su inconsciente le nublan y dirigen hasta el punto de que, al entrar en escena sus celos, el final trágico se precipita y termina quitando la vida a su mujer- cuando afirma que el amor más sublime no depende de las cualidades morales sino de la intimidad física además del peinado o del color o el corte del vestido?...

“En todas las novelas –afirma el inquietante Pózdnyshev- se describen hasta el menor detalle los sentimientos de los héroes, los estanques, los arbustos junto a los que pasean; pero al describir su gran amor hacia alguna muchacha no se menciona nada sobre qué fue de ese interesante personaje antes de dicho amor: ni una palabra sobre sus visitas a las casas de citas, ni de las criadas, cocineras y mujeres ajenas. Y si hay novelas indecentes como éstas, tales obras no se ponen al alcance, y esto es lo importante, de aquellas a quienes más falta les hace saberlo: las jóvenes”. Y situando el autor esta reveladora cita casi al principio de esta narración minimalista suya la sitúa así del lado de la indecencia, curioso, para desarbolar indirectamente desde ahí toda una cada vez menos vigente teoría moral sobre el amor que se desarrolla principalmente en la primera parte de la novela. Pero la sabiduría narrativa del autor radica en esto no deja de ser nunca una novela pues dicha teoría se mantiene en todo momento al servicio de una trama forjada, por cierto, con intensidad, nervio y un notable sentido de la intriga. La trama ocupa por completo la novela en su segunda parte, en la que el protagonista abandona ya las reflexiones generales sobre las relaciones entre hombres y mujeres, para centrarse en los detalles de su infeliz vida matrimonial, donde los momentos de deseo acabaron por no poder encubrir el odio que se había ido desarrollando entre los cónyuges, y es cuando el texto se nos muestra menos interesante. A pesar del final dramático, de la tensión creciente que conduce a él, todo tiene menos capacidad de apelar al lector (el único enigma final es si el protagonista estaba loco o era un hombre cínico con rasgos perversos).

A pesar del sello propio, del conseguido clima, del estilo poderoso con el que describe al personaje, su contexto y su enigma, del impecable sentido del ritmo narrativo y del valor transculturalmente contrastivo de este relato -un realismo con momentos costumbristas, diálogos suculentamente teatrales y hasta una escena gore-, uno hecha de manos las elipsis, el detenimiento, las atmósferas, los matices casi hasta el infinito y el realismo venturoso de esas grandes novelas que convierten al maestro ruso en la encarnación de la racionalidad, la voluntad proteica y el clasicismo incontestable... Sin duda se trata ésta de una obra menor del autor de perdurables obras maestras como GUERRA Y PAZ, LOS COSACOS y ANNA KARÉNINA.

miércoles, 4 de mayo de 2011

LA SIESTA DE M. ANDESMAS de Marguerite Duras

Novelas que redactó inflamada de ginebra, novelas que escribió enferma de no beber, novelas con prosa fílmica, novelas de autoficción, inquietantes novelas escritas en una primera persona tan convincente como narrativamente eficaz y novelas en tercera persona sobre personajes inventados, observados, soñados que también la definen; nos definen...

Pocas veces se han aunado literariamente la contención, la voluntad de precisión verbal, el ritmo hipnótico y la capacidad de auto-revelación de modo tan perdurable como en la obra de la escritora francesa Marguerite Duras (Saigon 1914, París 1996).

Por eso celebramos esta traducción definitiva al castellano de una de sus delicadas novelas de transición, LA SIESTA DE M. ANDESMAS, recién publicada por la Editorial Demipage, y con prólogo y firma de Amelia Gamoneda.

Esta novela repleta de delicadeza emocional está escrita en 1960 durante la etapa cinematográfica de M. Duras –época de la llamada escritura fílmica en la que llevan a la gran pantalla su novela MODERATO CANTABILE y ella misma escribe el guión de la película HIROSIMA MON AMOUR- e inicia la personal transición hacia la novela de observación, que tiene su punto álgido en EL ARREBATO DE LOL V. STEIN (pocos años después su literatura viraría hacia el camino de la autoficción para dar lugar así a incontestables obras maestras como EL AMANTE).

Con prosa exacta, aleatoriamente minuciosa, líricamente musical y poseedora del magnetismo que emana de la sugerencia se nos cuenta aquí una demorada historia que sucede en un mundo abocetado, un entorno rural emboscado, concretamente en el mirador de una casa cercana al mar: abandonado en una silla de mimbre de dicha casa –que acaba de comprar para su hija Valérie-, el señor Andesmas espera al contratista de obras Michel Arc. Se propone encargarle la construcción de una terraza si finalmente está de acuerdo con el presupuesto que éste le va a traer. Se imagina la obra terminada.

Como si de ESPERANDO A GODOT se tratara, pero sin la inclinación al absurdo de Samuel Beckett, este anciano espera recostado y atento, y los acontecimientos, que empiezan siendo exteriores, paulatinamente se convertirán en algo interior gracias a la prosa virtuosamente minimalista de esta autora. Se escuchan ecos de una canción cercana. Hay gente camino del baile. La pulsión de espera. Un perro que pasa. El calor. El contratista que tarda demasiado. Valérie. Su amada hija Valérie. Valérie que lo es todo para él... Recuerda los tiempos pasados en los que él lo fue todo para ella, y en el fondo detesta que su hija haya crecido y se haya independizado tanto... Micel Art me manda decirle que llegará enseguida... Si le fuera posible no tardar mucho sería muy amable de su parte...

El punto de giro argumental se produce sin brusquedad cuando aparece frente al mirador la mujer del contratista, y le dice a Monsieur Andesmas que su marido le ha abandonado. La espera se transforma entonces en soledad. Luego en solapada angustia. Piensa en su hija Valérie. La recuerda bailando por todos los salones de la casa. ¿Su hija se habrá fugado con el contratista? ¿Qué sentido tendría entonces el presupuesto para la terraza, y esta casa, y su vida?

He aquí una breve novela de fluidez infrecuente que, ahora que abunda la rapidez, los efectos, la sobreexcitación y el vértigo, se lee no tanto por el argumento en sí sino sobretodo por el trasgresor, casi revolucionario, acto de sintonizarnos con un ritmo narrativo más acorde con nuestros ciclos naturales y mentales. Se lee por el placer de leer y por la agradecible certidumbre de estar empapándote de sutileza; de lucidez... No se la pierdan.

martes, 3 de mayo de 2011

EL CORRECTOR de Ricardo Menéndez Salmón

¿Lo que estamos viviendo hoy es la realidad o una novela? Esa pregunta platónica subyace en las páginas de El corrector (Ed. Seix-Barral), la última propuesta narrativa que nos hace Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971). ¿La realidad y la ficción son indiferenciables en el discurso de los políticos o en el de la televisión? ¿Las grandes desgracias como el 11M, con su salva de muertos y horror, pueden considerarse una errata?

En efecto probablemente sólo un novelista, al contarnos mediante su inteligente fluir de la conciencia qué pasa después del apocalipsis, alcance a impedir que sigamos viviendo como si nada hubiera pasado. De hecho así lo corroboró Don deLillo en su impactante novela El hombre del salto en la que nos presentaba, desde la perspectiva de un testigo sobreviviente aferrado a su maletín, la crónica más alegórica que documental del 11S, el día de la infamia para Norteamérica y para el mundo. Y eso mismo intenta ahora El corrector al repasar, mediante la lupa desentrañadora de la ficción, nuestro no menos infame 11 M.

En estas páginas nos encontramos con Vladimir, un hombre desconfiado en extremo aunque redimido por el amor de su mujer –Zoe- y el recuerdo de su hijo –Eric-, metódico corrector de pruebas que está trabajando en las galeradas de Los demonios de Dostoievski. De pronto Uribe, su jefe y amigo, le llama para decirle que han puesto una bomba en Madrid y varios trenes han saltado por los aires, y así comienza para él el 11 de marzo de 2004. A partir de ahí asistimos a la crónica emocionalmente minuciosa de esa jornada, y recordamos así como los políticos del gobierno se iban empeñando en convertir la realidad en ficción manipuladora (esta novela realista, novela social de un posmodeno modo, bien puede entenderse también como una respuesta a la cuestión de cómo afecta la ficción a nuestra comprensión de lo real, incluso de lo real más inmediato).

Vladimir, protagonista y narrador de esta obra, cuenta los hechos y los juzga, se implica y nos implica para que el 11M no deje de tener la dimensión que tuvo aquel día y que merece en nuestras conciencias: en este sentido he aquí una novela contra el olvido histórico que tanto nos diluye.

Si bien, como decíamos, esta novela está en la estela del empeño de El hombre del salto de Don deLillo, nos hace recordar también otra de Luis Mateo Díez titulada La piedra en el corazón, la cual trata igualmente el tema de nuestro 11M y lo hace, coincidiendo con Menéndez Salmón, sin apartarse demasiado de lo biográfico –de hecho tanto en la novela del leonés como en la del asturiano uno lee sin casi dejar de ver al autor cuando mira al personaje protagonista-.

Sin duda es meritorio el modo en que esta obra, El corrector, nos invita a dudar de la realidad al demostrarnos que “somos hijos de la cultura del simulacro”. Por eso una lucha entre materialismo e idealismo es esta novela. Y eso mismo la política. Aprovechando su condición de corrector, el protagonista no ahora críticas al panorama literario actual y, además de la prolija intertextualidad, no falta aquí la cinefilia que aparece mediante uno de los personajes, el padre mitómano del protagonista.

La prosa ya característica de este autor, con ese ritmo entrecortado y condensado que hizo grande a Marguerite Duras, rebosa hondura y plasticidad al narrar una historia que nos abre los ojos, y la cual termina, como Freud, propagando el escepticismo cultural.

Si en su conmovedora novela La ofensa Ricardo Menéndez Salmón retrataba prodigiosamente el mal al hablar de la guerra, y en Derrumbe hacía lo mismo a menor intensidad al hablarnos de la delincuencia homicida, El corrector insiste en abordar el mal como tema, esta vez al hablarnos del terrorismo directo y poco sofisticado… No falta quien dice que con el inolvidable argumento de La ofensa, la elaborada estructura narrativa de Derrumbe y el tono de El corrector este autor, que ya es una regencia, lograría su novela perfecta.

LOS OBJETOS NOS LLAMAN de Juan José Millás

“Avanzamos hacia una sociedad en la que los gobiernos y los medios de comunicación fabricarán realidades espúreas” sentenció una vez el más que ocurrente escritor de literatura de ciencia ficción Philip K. Dick. Sin embargo hay otros contadores de historias como el reciente Premio Nacional de Narrativa Juan José Millás que, dedicados mediante su obra a desentrañar los diferentes niveles de realidad que hay en lo cotidiano, en verdad nos están quitando la venda de los ojos al situarnos frente a la evidencia de que toda realidad es espúrea… De hecho precisamente ése parece ser el liberador mensaje que subyace en el último libro del autor titulado LOS OBJETOS NOS LLAMAN (Ed. Seix Barral).

Se trata de un libro de cuentos con impregnaciones fantásticas en la línea ingeniosa y luminosa de otros celebrados libros de Juan José Millás como Primavera de luto, Ella imagina o Cuentos para adúlteros desorientados: dicha línea casi poética se fundamenta en la certeza de que las cosas maravillosas les ocurren a la gente normal. Por eso en estas páginas hay maniquís que sudan, niños que no creen en la muerte, gente que se saca un retrato de carnet en un fotomatón y la imagen que aparece reproducida es la de otra persona, una comisaría en cuyo ámbito de acción absolutamente nadie infringe la ley y por eso el ministerio convoca oposiciones a delincuente para restablecer la normalidad, hijos fetichistas fascinados por el teléfono móvil de su madre muerta, alguien que se hace el cojo para aparcar en una plaza reservada a minusválidos y esa cojera se transforma en permanente, una mujer poseída por un luminoso del pasillo de su casa, un hombre invisible sólo para las mujeres, un estudiante que padece la enfermedad de disfrutar con el acto de fregar los cacharros, y así por el estilo.

Ese modo de componer cuentos insólitos, heredero no sólo de Cortázar y Kafka sino también del surrealismo, la ciencia ficción, los cuadros de El Bosco, los libros de cuentos clásicos orientales como El Mahabharata y Las Mil y una Noches e incluso del libro bíblico del Apocalipsis y el del profeta Ezequiel, cobra un moderno vigor en la pluma de este narrador pues su prosa ágil y casi notarial hace pasar por normal y cotidiano no sólo lo imposible, sino incluso lo absurdo. Así logra divertirnos, ponernos en contacto con lo irreal y, a la vez, nos invita a superar la dictadura de lo lógico, lo exacto, lo aburrido y lo de siempre.
A veces los cuentos transforman el mundo –esto es frecuente cuando los cuentos los cuenta un mesías- pero los cuentos de este libro más que cambiar el mundo lo ponen patas arriba.

Ciertamente los cuentos de Millás nos proponen otra forma de mirarlo todo, de entenderlo todo. Por eso este libro de cuentos del autor, como los anteriores, tiene la meritoria capacidad de individualizarnos, de hacernos ser diferentes, y por eso nos intensifica la existencia. ¡No exagero!

Hay algo del Dalí surrealista, del Ray Bradbury futurista y del Woody Allen neurótico y genial en el mundo de Juan José Millás, pero él posee la peculiaridad de que lo narra todo con una naturalidad inteligente que nos ayuda a ampliar las fronteras de lo que se entiende por normal y por óptimo. Y es que, como escribe el propio autor, “esa noche iba a quedarme dormido presa de un raro bienestar, cuando me di cuenta de que la expresión “raro bienestar” era una redundancia. El bienestar siempre es raro. No hay un bienestar normal como no hay una sexualidad normal”.

Por eso si usted es de esas personas que no están locas del todo sino sólo lo justo para resultar divertida le recomiendo la lectura de este libro porque se sentirá como en casa. Si es usted un racionalista casi cartesiano lea estos cuentos y tan sólo sueñe o ríase. Y si admira la imaginación y todo lo que añade vida a la vida no deje de adentrarse en estas páginas…

Recomiendo la lectura de este libro a quien no sepa volar.

OBRAS COMPLETAS de Mariano J. Larra

¿Un articulista vigila nuestra vida?
La reciente publicación en dos lustrosos volúmenes de las obras completas de Mariano José de Larra –Editorial Cátedra, colección Aúrea, introducción y notas de Joan Estruch Tobella-, puesto que supone la vindicación y reivindicación académica definitiva del primer autor español que se ganó la vida haciendo literatura en los periódicos, invita a reflexionar sobre el papel actual del escritor dentro de esta polifonía discursiva que es el periodismo.

¿En un periódico el articulismo, en el que el periodismo se cumple, es actualidad más pensamiento e incluso a veces sentimiento, o la diferencia entre el discurso del periodista y el del escritor estriba sólo en el ritmo? ¿Y qué decir sobre la literatura periodística y su poder para vigorizar el uso óptimo del idioma? ¿El escritor que, como Larra, se esfuerza por desarrollar su vocación y mundo en los periódicos pierde la batalla con frecuencia por estar combatiendo en territorio extraño?

Revisada ahora –más allá de su mediatizada condición de hoja de ruta de del suicidio de un genio- la obra que Larra, como la de González Ruano o Umbral en nuestro tiempo, genera ese respeto a lo sublime que se desprende de los clásicos a pesar de haber sido publicada fundamentalmente en periódicos. Pero a la vez nos da buena cuenta de que un medio como el periodístico, con sus constantes exigencias dinámicas, con su inmediatez y su fugacidad, puede ser también un excelente vehículo para tomar literariamente partido en las batallas ideológicas de nuestro tiempo, y para enarbolar una prosa exigente no circunscrita al presente diario.

La realidad diaria, más aún en nuestro convulso mundo de hoy, es de por sí tan diversamente excéntrica que la capacidad de impacto de la prosa del periodista viene a menudo dada por el tema. Pero en medio del caos de la actualidad el articulista, como Larra nos enseñó y nos recuerda, además de invitarnos a una reflexión sobre las noticias también ha de recordarnos sin decirlo que el talento o es heterodoxo o no es nada, y que el estilo no lo da el medio en el que se escribe sino que “el estilo es el hombre”.

En este sentido los escritores de periódico aún nos demuestran que, en medio de esa sobredosis de realidad que es la información, el serenos discurrir de una prosa analítica, poliédrica y literaria se convierte en la corriente de un río emocionante. De hecho las figuras sobresalientes del periodismo literario heredero de Larra como un nuestro siglo son Azorín, González Ruano, Delibes, Umbral, Vargas Llosa, Millás, Del Pozo y muchos otros, no son sino hondas de ese gran río estético radicado en los periódicos.

Un articulista vigila nuestra vida.

EL CIELO DE MADRID de Julio LLamazares

Julio Llamazares acaba de publicar una novela en la que no sale, pero en la que está.
Sí, terminé de leerla hace ya dos semanas y he querido dejarla macerar en mi memoria antes de escribir sobre ella porque se trata de un texto nostálgico y tierno que precisa de cierta distancia, de cierta inocencia. ¿Mientras leemos esta historia somos hijos del autor?
Aunque la novela trata de Carlos -cierto pintor asturiano que se va a Madrid con una maleta llena de sueños- y trata también de los proyectos en la gran ciudad, de la evolución de las conciencias, del paso del tiempo y de la madurez, uno no puede evitar rastrear estas páginas buscando el poso autobiográfico y catártico que se puede ahí encontrar. Y es que, para mí, esta novela (“El Cielo de Madrid”, Ed. Alfaguara) no es sólo una crónica generacional de los 80, y una reflexión sobre la creación, el éxito y el fracaso, sino también el cuaderno de bitácora que este autor nos regala oportunamente a todos los jóvenes que llevamos dentro una vocación y un sueño. Sí, parece que el argumento Carlos se lo está contando a su hijo pero, bien mirado, es el autor quien se lo narra de forma cercana, paterna y cómplice a los que estamos leyendo. Todos necesitamos una ayuda, un Virgilio que nos guíe por el infierno. Todos necesitamos, lo sepamos o no, una novela como ésta.
No quiero ahora revelar ni descifrar el argumento pero permítanme adelantarles sólo que me fascina el personaje de Suso, un maldito con talento, un príncipe obrero al que le importa mucho más la vida que el éxito, un escritor que no escribe, una de esas personas que parecen personajes –o tal vez al contrario- tan presentes con frecuencia en toda ciudad o mundo. Sí, Suso tiene algo, acaso, del Sinclair de la novela clásica “Demian” de Herman Hesse, y del Gil de “Juegos de la Edad Tardía” de Luis Landero, aunque resulta menos metafísico y más callejeramente peculiar que aquellos. Todos hemos conocido alguna vez, por suerte, a un Suso. Y si no me creen, lean “El Cielo de Madrid”.
Finalmente vemos como este escritor repasa indirectamente su escepticismo y, de paso, salda cuentas con sus antiguos sueños. Leerle ahora es conocerle y conocernos pues si existe eso que podríamos denominar novela-espejo en la que el lector se busca y se ve, he aquí un excelente ejemplo.
Siempre he observado con curiosidad la relación de amor-odio que Julio Llamazares tiene con León. Y ahora al conocer a Carlos, el protagonista de esta novela, he entendido que el amor y el odio simultáneo que alguien siente por su tierra viene a ser parecido al amor-odio que se siente por un padre que no nos entiende, pero por el que lloramos desgarradamente cuando le vemos morirse de cáncer de estómago. No hay odio sino amor lleno de turbulencias, encuentros y encontronazos, sí, pero amor al fin y al cabo.
Ahora llega a nosotros esta novela -en la que Madrid no es una ciudad sino una metáfora- para que nos demos cuenta de la falta que nos hacen las metáforas. Y lo más sobresaliente y tiernamente envolvente de ella es su tono, su forma de contar, su lenguaje poético, evocador, intimista, fluido y, por momentos, melancólico como todo lo que produce eco. Se trata de una historia sobre su generación acaso tratando de decirnos que todas las generaciones son la misma repetida. Como la Divina Comedia es también un libro de tránsito, el trayecto a través de lo incierto, de la vida, del tiempo… ¿Leer no es caminar?
Llega la primavera, la estación en la que todo empieza. Excelente momento para comenzar un libro.
Es casi la hora en punto.
Como peregrinos que duermen con la ropa puesta estamos listos para el viaje.

SOLO DE AMOR de Jesús Munárriz

El origen de la lírica sigue señalando un camino. De hecho uno vuelve a los poemas fragmentados aunque tal vez no incompletos –la estética y la erótica de lo interrumpido- de Safo de Lesbos; vuelve a su sacralizad amorosa, su cadencia cristalina, su intimismo universal –y, por eso, radical- y se da cuenta de que, frente a la épica siempre colectiva, mitológica, masculina y enérgica esa excepcional mujer fundó y puso las duraderas bases de una línea poética personal, confesional, íntima, cotidiana, sentimental y clarividentemente contemplativa. Y al hacerlo así abrió para el mundo en general, y para los hombres en particular, una veta emocional y poética muy fecunda de la cual aún extraemos materia prima.
En efecto del lado femenino de Homero viene Safo pero crea otra línea; otra posibilidad. Y su antorcha luminosa es recogida por los goliardos y trovadores, el petrarquismo, el garcilasismo, y, a través de otros muchos eslabones llega a Baudelaire, y a las geniales escritoras del París de los años 20, y a la Generación del 27, y a nosotros.
Así hay mucho de Safo y el origen de la lírica en la actual poesía española más figurativa, clara y comprometidamente sentimental. Por ejemplo se vislumbra allá, en el fondo, la presencia iluminadora de la obra de Safo en el último libro de poemas de Jesús Munárriz titulado Sólo de amor (Bartleby Editores). Vean sino el primer poema, titulado precisamente Ofrenda, el cual parece escrito invocando a Afrodita: “Este fuego se enciende/ a la divinidad cuyos altares/ son los cuerpos hermosos,/ su liturgia el deseo,/ su sacrificio el goce”.
A partir de ahí, con una multiplicidad de ritmos y estrofas asentadas en un canónico sentido de lo clásico, el autor repasa y eterniza una historia de amor única que ojalá fuera todas, recordándonos así en ese dato siempre milagroso de que hay personas admirables que acoplan sus existencias para pasar juntos por todo.
El poeta (nacido en 1940), principalmente en las composiciones más breves, nos lleva de lo general a lo concreto en un constante ejercicio de perspectiva que se nos antoja tan inusitadamente joven, y así redescubrimos –nos lo recuerda siempre la poesía- que sólo el amor maduro es el elixir de la eterna juventud: ¿La Venus del espejo/ se ha quedado dormida?/ Aún mejor: en mi cama,/ destapada, tú misma.
Pocas oportunidades hay de acercarse a un libro de poemas y encontrar un lenguaje repleto de naturalidad, de compleja sencillez machadiana, unido a un modo de entender la existencia verdaderamente digno de ser emulado, ahora que somos todos tan aficionados al arte de complicarnos la vida. Y es que si para Safo, idealista como todo mortal con modelo divino, el amor era una “manzana en lo más alto”, una plenitud del todo inalcanzable, nuestro poeta humaniza lo divina haciéndonos entender el amor como una plenitud completamente cotidiana, y no por eso menos excelsa: “¡Qué maravilla/ saborear tantas veces/ la misma fruta”// En sazón, dulce,/ sabrosa, perfumada,/ fruta madura.// Y siempre nueva/ y cómplice y amiga/ y enamorada”.
Se trata de poemas que destilan una emoción desnuda y sin filigranas para acabar dejando al lector así, abstraído y con una sonrisa entrañable de las que llenan por dentro: “Te estabas durmiendo y te contemplo/ desnuda, sugerente, acogedora,/ tentación inocente, natural/ puerto de mi cariño.// No voy a despertarte,/ pero te lo mereces”...
Algunas veces leer es regresar, y esa sensación le queda a uno al meditar sobre ciertos versos en los que están contiendo la tradición y la vivencia para conformar juntos un modo de entender el presente. Así volvemos a concluir que la imaginación es el instrumento del que dispone el ser humano para mejorarlo todo y por eso es ésta tan importante para la novela pero en poesía para que un poema nos emocione y conmocione tiene que ser verdad.
Si les gusta la vida no se pierdan este libro.

EL OFICINISTA de Guillermo Saccomanno

¡Seguimos vivos si no hemos perdido la capacidad de fascinarnos!
En este sentido, y en lo que a novela se refiere, qué duda cabe de que el Premio Biblioteca Breve es uno de los más importantes que se conceden en este país. Sin embargo estamos cada vez más acostumbrados a que los premios literarios de alto copete no descubran a un autor sino que lo confirmen, y por eso bien puede calificarse de acontecimiento la concesión del Premio Biblioteca Breve 2010 a la obra de un autor argentino inédito en España: Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948).
La novela en cuestión se titula El oficinista, la acaba de editar Seix Barral, y dibuja con prosa virtuosa, minuciosa y vívida un ámbito urbano claustrofóbico como marco para una historia de amor turbio. Sin embargo tan importante como lo que se cuenta contenidamente en estas páginas es lo que el narrador nos invita intuir, y tan sustancioso como el anecdotario resulta la excelentemente construida atmósfera. Una atmósfera, por cierto, que inicialmente parece decorado fabricado a partir de elementos procedentes del surrealismo neurótico de Kakfa y la anticipación científica delirante de Philip K. Dick, pero que pronto se nos antoja ámbito original.
En verdad la ciudad desasosegante y opresiva con helicópteros que vigilan desde el aire, alambradas, mendigos justicieros, ordas de adolescentes drogadictos, gendarmes, ataques terroristas y perros clónicos en la que sucede esta historia es una forma brillante que Saccomanno tiene de apuntar políticamente con el dedo al ayer, al hoy y al mañana… No es el realismo partidista sino la imaginación alegórica la literatura concienciada que hoy, en mi opinión, necesitamos… El espacio perturbador en el que sucede El oficinista convierte esta novela en lo que los aficionados a la ciencia ficción llamamos distopía (palabra preciosa que debiera entrar pronto en el Diccionario de la Real Academia).
La distopía, en oposición a la Utopía (lugar ideal) de Tomás Moro, es un espacio social sin reglas fijas cercano al esperpento que arremete contra el yo, por decirlo de forma simplista. Y, como nos enseñan los autores clásicos que tan buenas novelas distópicas nos han regalado como Ballard, Robert A. Heinlein o el propio Philip K. Dick, lo contrario del idealismo no es el egoísmo sino la ambigüedad moral, que es lo que permite sobrevivir improvisando.
Sí, en este paisaje urbanamente intimidante trascurre la vida del oficinista, asalariado que pospone con frecuencia su salida laboral para no tener que volver a su sórdido hogar donde le espera una mujer adiposa y vampírica, unos hijos a los que casi desconoce, y una vida de exigencias, desventuras y falsas apariencias. En una ocasión, ya fuera de hora, se encuentra en la oficina con la secretaria del jefe, la acompaña a casa a través de ese caos metropolitano, y surge entonces entre ambos una relación que para ella es ejercicio físico, pero a la que el oficinista se agarrará como si fuera una tabla de naufrago. Este personaje alcanzará así la redención mediante esa secretaria, que a su vez es amante de su jefe, cambiará unas preocupaciones por otras, modificará la perspectiva de todo, se convertirá en otra persona y nos recordará luminosamente que el amor es un riesgo que siempre merece la pena que corramos. Pero, bien lo verán al final, esto no es una novela romántica.
La ambientación perturbadora confiere a la trama amorosa cariz casi de milagro –acaso no sea otra cosa el amor en este mundo, y no digamos en la ciudad en sombra o infernal negativo fotográfico de Buenos Aires en la que sucede todo esto-.
El lenguaje de El oficinista –frases cortas, aforísticas, precisas como de neurocirujano psíquico- está emparentado con el clasicismo centroeuropeo y con el ruso, los personajes, descritos abocetadamente pero aún así con entidad total, no sólo son creíbles sino además paradigmáticos, la gradación de la intriga está lograda magistralmente mediante la dosificación de información, el tema es poderoso y lacerante y el autor, mediante un saber narrativo fuera de lo común, consigue hacerte sonreír, o pensar, o temblar, o vivir cada vez que se lo propone.
Esta novela y este autor son un descubrimiento perdurable.

EL HOMBRE DE LA CALLE de Fernando Beltrán

Bebíamos sexos, fumábamos flores, gritábamos poemas en las manifestaciones y leíamos en voz alta El gallo de Bagdad de Fernando Beltrán: "Los jefes/ del estado en conflicto/ se dirigirán esta noche a la nación/ de enfrente". "Si el enemigo no se rinde /antes del siguiente bombardeo /empezaremos la guerra"...
Entonces el mundo nos dolía. El Gallo de Bagdad -ese libro de poemas entrometidos- nos enseñó el mensaje de que el ingenio puede y debe servir para combatir el discurso del poder. No un juego sino una perplejidad moral contagiosa la poesía; no un alarde sino un pálpito irreverente, comprometido y generoso cada verso.
El ingenio deconstructivo, la perspicacia eufónica, la lucidez de un visionario callejero... Ese libro pacifista tan vigente aún, ese alegato lírico contra la Guerra del Golfo, nos puso -sin saberlo el autor ni nosotros mismos inicialmente- en la rampa de salida de la vida despierta.
El tiempo y los excesos del conocimiento continuaron su curso y llegaron así los sucesos imprevisibles y las niñas traviesas, sí, pero nosotros seguíamos distantes y acercándonos como los raíles del tren. Nos reuníamos a deshora no como un grupo sino como una tribu en los parques públicos, en los cafés nocturnos, en aquella librería anarcosindicalista llamada "El Guariche de Rafa" o donde nos llevaran los pies, y así se compartían entonces los hallazgos literarios y vitales como si fuera posible o recomendable ir creciendo al unísono.
Con el azar y la primavera llegó a mí otro libro de Fernando Beltrán de ritmo loco, ágil, vehemente y desasosegante como una ciudad nocturna, Aquelarre en Madrid: "... soy humano/ muy débil para el trato / con pupilas y faldas/... no hay remedio / hay que pagar tributos de caricias/ para seguir de pie".
Más allá de nosotros, nuestros sueños y nuestras preocupaciones estaba este libro, esta superación de la poesía urbana, este lírico tratado de ética, esta invitación al desensimismamiento. Sí, lo urbano y sus contradicciones. Los contrastes. Nosotros... Leímos ese nuevo poemario, claro, pero no entendimos aún que vivir deprisa no es vivir dos veces. Y pasó el tiempo como un punto y seguido. De ahí hasta que llegó a nuestras manos La semana fantástica pasaron muchas cosas: entre otras que la desidia de nuestros políticos de siempre, y la precariedad laboral de esta ciudad nos habían dispersado, humillado y sumado a la lista de individuos responsables con derecho a voto. La poesía parecía más lejana, menos posible, menos necesaria.
El presente tiene también sus libros. Ahora que los de entonces ya no somos los mismos; ahora que León ha dejado de ser común lugar de residencia para convertirse en punto de encuentro, y la rebeldía se ha transformado en excentricidad o neurosis galopante, y ya pocos versos nos unen, y ya no hay vuelta atrás; ahora –digo- acabo de leer intensamente una antología de la poesía de Fernando Beltrán titulada El hombre de la calle, publicada por la Diputación de Granada (Colección Maillot Amarillo).
Acaba de llegarme, pues, un libro para que entre en él y compruebe así si yo sigo siendo de los míos. Me he quedado enganchado en un recuerdo tras leer la parte que no conocía -incluido los poemas inéditos que este texto incluye- y he pensado en nosotros, hace años, huyendo del vitalismo elemental y la doctrina de la mansedumbre que se nos ofrecía. Después de todo, creo, ir creciendo se parece a sentir como el medio ambiente circundante nos moldea a su imagen y semejanza, sí, pero nos queda la poesía, el compromiso constructivo, los libros como éste, la útil revolución individual que supone empaparse del mensaje y el ritmo que albergan, por ejemplo, esta páginas.
Leer a Fernando Beltrán, ahora como entonces, es como acercarse peligrosamente a la verdad; como elevarse sobre el mundo con cierta mirada global repleta de humanidad, compasión y empatía. El poeta sin pedestales. Con sencillez. Con ternura. Uno más entre iguales. Un niño. Un mendigo. Un inmigrante. El hombre de la calle.
Ahora que sólo la distinción económica parece hacer al hombre hombre, ahora que el éxito a cualquier precio es el pan robado de cada día, quiero recomendarles de corazón a todos ustedes y a mi mismo este libro, estos valores, estas emociones... Tal vez después de todo la belleza sí que es contagiosa.

SER DE IZQUIERDAS de Eduardo Haro Teglen

Porque acaba de morir un Don Quijote sabio y rojo he puesto mi alma a media asta y mi ideología en cuarentena. De hecho he necesitado unos días para poder encajar en el ánimo esa noticia inesperada y fúnebre, cumpliendo luego con el deber poético de escribir una columna que nunca será leída por ese ángel fieramente humano, por ese guerrillero, por ese hombre elaborado al que nunca conocí, pero al que debo tanto.
Cada una de las columnas que escribía para el periódico El País, y también las que leía con voz abroncada como de reyerta en la Cadena Ser, eran reflejo de un oficio, de una vocación y de una forma amplia de entender el mundo, y de entender su papel en el mundo. “Escribir es siempre un acto político” dijo en un libro ya clásico Roland Barthes, y esa parece hoy una cita hecha a la medida de ese periodista brillante que, en un homenaje reciente –casi póstumo- se autodefinía como “republicano, rojo y sentimental”. Sí, la suya fue una de esas plumas inteligentes que nos enseñaron la valiosa lección de que el coraje siempre es la mejor opción.
De él aprendimos que en un artículo de periódico el tema puede ser indirecto, casi un pretexto o cebo, como en todas esas columnas atípicas que él escribió sobre política internacional, pero las cuales estaban redactadas siempre en clave nacional porque en el fondo sólo hablaba de lo de aquí con aparente sencillez. ¡En literatura lo sencillo es también complejo!
Una vez Victoriano Crémer me dijo que no hay nada peor para el estilo de un escritor que el periodismo, y ciertamente esa mella progresiva del periodismo diario se notaba en la prosa desgarbada de Eduardo Haro Teglen. De hecho últimamente parecía que no le interesaba redactar, pero siempre había ideas y pensamiento más allá de la sintaxis. Ahora acaba de morir sin aspavientos como invitándonos a que veamos su obra en perspectiva y la resumamos diciendo sólo que lo que él firmaba lo escribió uno de esos hombres que no se rinden, que no se venden; lo que él firmaba lo escribió por nosotros uno de esos hombres luminosos que creían en la palabra porque confiaban en el futuro y en la capacidad que tiene este país para mejorar.
“Soy español, a menudo sin ganas” escribió este creador iconoclasta capaz de hacérnoslo repensar todo, empezando por nuestras identidades colectivas. De hecho para mí fue importante leer su libro titulado “Ser de Izquierdas” (Ed. Temas de Hoy) en el que se habla entre otras cosas de los peligros de esa radicalidad destructiva que denomina “izquierdismo” y que de ningún modo es sinónimo de lo que en política entendemos hoy por izquierda. De hecho la suya fue una voz aguerrida pero heterodoxamente constructiva, y por eso en estos tiempos nuestros en que en política triunfa el partidismo, el suyo constituye todo un ejemplo.
Pero, además de los artículos políticos –todo un ejercicio de psicoanálisis público- fue un hombre del teatro ejerciendo como crítico sensible, detallista y docto tanto en los periódicos como en la radio. Era en esta faceta donde más podíamos ver al humanista y al esteta, al hombre hondo y cabal que redondeaba con sutiles argumentos sus inclinaciones y sus consternaciones.
Ahora se nos ha muerto como del rayo un habitante de nuestras conciencias, un escritor comprometido cuyo activismo verbal suponía una invitación a la responsabilidad cívica y un énfasis vital en estos tiempos en los que prima la frivolidad y el vitalismo elemental.
Sí, se nos ha muerto un encarnado tratado de coherencia cuya presencia activa en este mundo suponía un incremento del rigor, de la excelencia interior y un social redoble de conciencia, por decirlo con palabras de Blas de Otero. Ahora, como todos los muertos, vive ya en la memoria de quienes le apreciaban; le apreciábamos…
¡Vive en nuestra memoria! Ahí se está caliente y resguardado, maestro.

EL AÑO DEL FRANCÉS de Juan Pedro Aparicio

León –esta ciudad inventada- es un ámbito repleto de historias que hace falta contar, y sólo de vez en cuando surge un autor afortunado que, en el empeño de hacerlo, aporta una inspirada manera de recrearlas mediante una mirada universal y lúcida para dibujar con ellas, o a través de ellas, el alma colectiva que estas calles contienen y que es susceptible de simbolizar el mundo.
La mirada narrativa de Juan Pedro Aparicio en concreto es la de un enamorado de su ciudad y por eso, o a pesar de eso, la recrea constantemente en cada una de sus novelas. Pero no la adula. Ni la utiliza como pretexto para discursos ensimismados o reduccionistas. Ni la distorsiona. Ni la saca del mundo. Más bien recrea en cada una de sus novelas una ciudad continuista, tradicional y cargada de Historia en la que siempre hay un resquicio para la épica cotidiana o para esa fantasía del día a día “como un subrayado de la realidad”. Una fantasía perfectamente imbricada en lo real que nos sugiere que nosotros simplemente nos hallamos de modo temporal a este lado del más allá. Repasar por eso las novelas de este gran fabulador es, entre otras cosas, asistir a una interesante reinvención diacrónica de la ciudad de León, capaz de recordarnos que nada hay más exótico, ni más misterioso, ni más extraño, ni más fascinante que la vida corriente.

LEÓN EN EL CONJUNTO DE SU OBRA
Cada novela de Juan Pedro Aparicio es un momento del mismo lugar. Si en Lo que es del César León aparecía sólo como una referencia de fondo, el León de los años 30 y 40 se muestra en una imaginativa novela sobre la Guerra Civil titulada La Forma de la Noche. Posteriormente en esa ciudad inventada que es León en los años 50 sucede la trama principal de ¡Qué tiempo tan feliz!, novela semiautobiográfica sobre la infancia, la educación sentimental, el desarrollo de la imaginación y el origen de la condición de escritor. Luego el León de los años 60 se evoca universalizado en El Año del francés, y con posterioridad de nuevo la ciudad inventada, esta vez en los años 80, aparece en Retratos de Ambigú, interesante obra de narrativa discontinua cuyo argumento se desarrolla a través de estampas o cuadros. El León de nuestros días, ya convertida la ciudad en personaje “porque León principalmente es una forma de ser”, aparece en las dos divertidas novelas sobre un detective peculiar llamado Malo y tituladas Malo en Madrid o el Caso de la Viuda Polaca, y La Gran Bruma.
Sin embargo no acaba aquí la reinvención diacrónica de esta ciudad. El viajero de Leicester, virtuosa obra de literatura fantástica y acaso la mayor cota de originalidad lograda por el autor, recrea alegóricamente algo así como el negativo de la ciudad de León: un León en sombra en el que conviven los vivos y los muertos; un León de ultratumba…
Hay héroes legendarios que fundan ciudades y hay novelistas, no menos heroicos, que se las inventan. He aquí esbozadas, pues, las líneas maestras de la invención de una ciudad, y he aquí también la empresa narrativa de un narrador con mundo propio: nuestro mundo.

EL AÑO DEL FRANCÉS: LA CIUDAD INVENTADA EN LOS AÑOS 60

Acaso sea El Año del Francés la novela más leída y celebrada de Juan Pedro Aparicio, varias veces reeditada y elogiada por su tono irónico, los diálogos frescos no exentos de rasgos populares y de gran poder de identificación, así como una prosa ágil y rica en anécdotas. Pero, como bien ha señalado Asunción Castro, estudiosa de la obra de Aparicio, sin duda en estas páginas de apariencia realista se halla también una lectura más profunda.
Cuando Eugenio de Nora en su enciclopédica obra La Novela Española Contemporánea nos habla del humor en los narradores de la segunda parte del siglo XX, lo califica como “un cambio de orientación estética con posiciones de fondo esencialmente conservadoras que estilizan irónicamente el mundo de los abuelos, ejerciéndose con preferencia sobre aspectos ya inactuales, inocuos, de la vida pasada, más bien que sobre los errores, prejuicios, incongruencias y ridiculeces que ofrece la vida presente”. Señala como influencia de esa tendencia narrativa a Gómez de la Serna y los relatos humorísticos de los años 30 (Miquelarena, García Pavón, etc.), y no la fértil y lúcida tradición irónica española de la picaresca.
Es cierto, pues, que el humor a veces resulta un arma de doble filo. Pero si bien no se puede calificar estrictamente a El Año del Francés como una novela de humor, resulta indudable que no está exenta de verdadera gracia, aunque principalmente se trata de una obra intertextual con altas miras literarias, con estrategias narrativas modernas asimiladas desde la mejor literatura de América y Europa, como el perspectivismo de Faulkner o el distanciamiento del narrador de Proust -tan brillantemente observado éste último en sus ensayos sobre Aparicio escritos por Ricardo Gullón- y poseedora además de un lenguaje plástico y cuidado.
La trama arranca con una anécdota visual, el salto desde la cima del Edificio Mirantes, en la Plaza de Santo Domingo, del paracaidista francés Viollet-le-Duc. Esta epopeya tan de rovincias es narrada consecutivamente desde varias perspectivas, a través de los diferentes estratos sociales de la ciudad, para sumergirnos posteriormente en una historia sobre la disparatada atención que provocaba en aquellos tiempos la llegada de las estudiantes francesas en los veranos leoneses. El capitán francés empieza a frecuentar a Valenty, la joven más deseada del lugar. Ella es moderna, neurótica, soñadora, deseosa de viajar y conocer, tendente al idealismo, y rápidamente parece encandilarse con el exótico paracaidista. El francés Violec-le-Duc pasa entonces de la inicial admiración a la envidia colectiva; una envidia que también genera fantasía (“He venido a decirle que atenta la ciudad a los negocios del sexo con francesas, seducido Viollet-le-Duc por los encantos de Valenty, siento que la desazón me ahoga… Y entonces he visto a las francesas descender otra vez sobre la ciudad como un batallón de paracaidistas, las he visto viniendo de la noche hacia la luz, atravesando capas de oscuridad, viajeras de lo oscuro que pugnan por romper la iluminada muralla que, a modo de inmensa bombilla, nos cobija. Violet-le-Duc es el demonio. Él te ha seducido a ti y seducirá a Valenty…”). Una envidia -no exenta de admiración- que va impregnando la ciudad y la novela.
¡Qué fascinante resulta desde el principio ese grupo de muchachos por su vitalismo, sus conversaciones y su dinamismo! Entre ellos hay seres primarios y otros con bastante nivel cultural. Uno de ellos, Álvaro Miranda, está escribiendo una novela cuya trama –que acontece en el siglo XIII durante los tiempos de esplendor de la ciudad- penetra dentro de las páginas de la que nosotros estamos leyendo –dentro de El año del francés- añadiendo a la lectura un segundo grado de ficción, como bien ha señalado el profesor José Enrique Martínez en uno de sus estudios. El efecto de esa novela en las vidas de los protagonistas y la forma gradual en que dicha novela se va fundiendo con la que nosotros leemos, el efecto de la llegada del francés en la ciudad y una sucesión de sugestivas anécdotas plásticamente narradas componen fundamentalmente el argumento. Al final, como en el Quijote, el muchacho escritor se va identificando cada vez más con el protagonista de su novela como igualmente nosotros, los lectores, nos identificaremos acaso para siempre con los protagonistas de El Año del Francés.
Es importante apuntar también que no sólo la ciudad y los personajes principales; también los personajes secundarios están tan acertadamente perfilados que rebosan interés. Por eso resulta estimulante detenerse en el trasfondo simbólico de algunos de ellos: por ejemplo el Comisario Jefe Bienzobas, personaje recurrente que aparece en casi todas las novelas de Juan Pedro Aparicio (“El Comisario Bienobas con su sombrero puesto, apoyado el brazo izquierdo en la barra del ambigú del cine Avenida, fumaba un cigarro…”); Manolín Peralta, erudito de la ciudad, que mantiene verbigracia una conversación con el propio Bienzobas en la que se alude de forma intertextual al discurso de las armas y las letras del Quijote (“¡Somos guerreros por naturaleza! ¿Convivencia entre cristianos, moros y judíos? No, cien veces no. Brutal enfrentamiento. Tintas en sangre son las páginas de nuestra Historia… ¿La lengua compañera de la espada? ¿O la lengua compañera del imperio?”); También David Habad, el peregrino francés protagonista de la novela de Álvaro Miranda que aparece como un cervantino “reparador de injusticias”… Los personajes, cargados de intencionalidad en definitiva, parecen estar construidos del mismo modo que la trama, con diálogos hilarantes y frescos que agilizan la lectura, y, sin embargo, contienen una carga simbólica, densa y profunda.
Gracias a la brillantez de esos diálogos y a la vivacidad de las anécdotas no hay duda de que el argumento de corte realista -aunque entreverado de un logrado experimentalismo - se sigue con fluidez, y ofrece, a los lectores más atentos, el retrato histórico y global de la esencia de León –con su pasado, su presente y su futuro-. Igualmente el perspectivismo muestra con elocuencia “las dos Españas” que la ciudad simboliza, como dos prismas diferentes para ver la misma realidad (“Don Manolín Peralta y Álvaro Miranda son la cara y la cruz de la vida cultural de esta ciudad, son las dos Españas: una, la hidalga, la ociosa, la rica y satisfecha, la campeona de la tradición, la clerical y apostólica, la de rancio abolengo; otra, la descamisada y descontenta, siempre en ebullición y siempre insatisfecha…”). Asimismo la coincidencia en la novela de acontecimientos en varios momentos históricos da buena cuenta de la situación de León como un mundo que fue importante y parece haber caído en desgracia; un poder político que alcanzó relevancia (incluso recibía embajadores), y ahora -mientras su población entera se encoge de hombros como preguntándose ¿qué nos pasó?- sólo se asombra ya por la visita de un francés engreído que escala la catedral guiado por un lugareño que le conduce –el Cainejo- a quien el público de la ciudad parece no ver ¡Ya sean las francesas o el paracaidista lo cierto es que la ciudad sólo admira y se sorprende con lo que viene de fuera! Así, en resumen, esta iluminadora novela aborda una cuestión fundamental para cualquier ciudad y para cualquier ser humano: su relación con lo distinto.
Atendiendo a esto El Año del Francés, epopeya realista e irónica sobre nuestra ciudad, es también la crónica descarnada de una urbe en decadencia –aunque su población viva ignorándolo- retratada con humor dramático nada ligero ni “cercano a posiciones de fondo esencialmente conservadoras”, como decía Eugenio de Nora refiriéndose a la narrativa heredera del arte de Goméz de la Serna.
Al terminar sus páginas -todo acaba con una muerte gratuita, un desenmascaramiento y un catártico proceso de identificación- el alma se llena de una sensación desasosegante; ponemos en cuestión nuestras anteriores percepciones, y somos conscientes de cómo una novela de personajes, más allá de la ironía, transmite también una idea concreta del mundo; un mundo espeso, abrumador, que a veces pasa inadvertido incluso para sus habitantes.
Sí, acaso la tarea del novelista, parece sugerir Juan Pedro Aparicio, sea precisamente esa: ordenar el universo mediante la ficción para que todos tengamos nuestra propia guía. Tal vez las mejores novelas tienen sentido en la medida en que nos explican el mundo. Y precisamente por eso resulta oportuno afirmar que, más allá de ser una obra fluida y amena, el esclarecimiento con el que revela nuestro entorno, y a nosotros mismos, constituye el aliciente primordial que hace de El Año del Francés, a mi juicio, la gran novela que se ha escrito sobre la ciudad de León, y una obra que mejora con los años y las relecturas.
Pasen y lean.

HACHES MUDAS de Carmen Gómez Ojea

Aunque no lo parezca en todo cuento de hadas hay una historia dura –casi una novela social- y también un tratado sobre la felicidad. Pues un cuento de hadas moderno es la última novela publicada por una de las escritoras más independientes e interesantes de nuestro tiempo, Carmen Gómez Ojea. Se trata de una novela perturbadora, preciosista, humanizante y de trama frenética titulada “Haches mudas” (Editorial Linteo).
Es la historia de Amada, una niña cándida e imaginativa introducida por su abuela en el mundo de la cultura y la lectura pero repudiada por su familia política cuando su padre se casa en segundas nupcias. A partir de ahí Amada “ la Chucia” se convierte en una indigente golpeada por la vida; una sobreviviente endurecida por las circunstancias pero capaz de enseñarnos muchas cosas sobre los límites de la realidad, sobre la calidad de la amistad, sobre la fantasía como fuente de alivio y sobre nuestra privilegiada existencia.
Amada, en su deambular por las calles, va conociendo a otros personajes que, como en los cuentos de hadas, poseen nombres mágicos: Armonía, una transeúnte pedigüeña que por el día se viste de hombre para tener mejores oportunidades, Solfeo, la perra fiel de Armonía, Galaxia otra peculiar desheredada, Felicísima, Guija, la pedigüeña alcohólica cuyas alucinaciones propias la aterran, Cancán, la hermana que vive en París y, como en todo cuento de hadas, también hay malos temibles de nombres puestos como a juego como Pedro Garrote o Fausto Manteca. Incluso los personajes secundarios tienen nombres que revelan el preciosismo verbal con el que esta novela está escrita como el Doctor Mir y la Doctora Pus, por citar dos curiosos ejemplos.
Los puntos de giro argumental de la novela los van dando los personajes benefactores que, en los peores momentos de su desarraigada existencia, se va encontrando Amada como Agripina, una costurera de buenas condiciones éticas y que sabe historias de duendes. Esta buena persona la ayudará emocional y materialmente durante un tiempo. También Blancanieves, otra benefactora, y la Madrecita que les deja a los desheredados el portal abierto para que duerman.
A pesar de la indudable dureza el argumento, muy ágil y contado con un virtuoso fluir de la conciencia que imprime tono cercano, todo está salpicado de fantasía, de sueños, de ternura y de ingeniosas metáforas: “la vida seguía. Teníamos nuestros más y menos pero éramos amigos y amigas, camaradas de desdichas, hermanos y hermanas del infortunio, y nos gustaba encontrarnos”, dice. “La dueña es una asquerosa a la que no trago ni con sorbos de champán y no quiero verle de cerca su hocico de ratona” dice también. Y “la mitad de mi corazón se murió con mi abuela la buena, y la otra mitad se la llevó Loreto con ella. Me quedé descorazonada y sola en medio de las fieras, pero encontré a mi gente, la gente de la calle, mi gente del portal que nos abría la Madrecita. Lo de Solfeo me partió de nuevo el corazón que creí que me había nacido”.
Acaso estas citas, tomadas al azar, dan cuenta de la prosa imaginativa y tierna de esta novela que narra la historia de Amada contada por ella misma. He aquí, a su altura, la novela que nunca podría haber escrito Camilo José Cela; la novela sobre un Pascual Duarte femenino.
Carmen Gómez Ojea, Premio Nadal, Premio Tigre Juan, Premio librerías feministas, Premio Carmen Conde de poesía y exitosa autora de narrativa infantil, hace en “Haches mudas” un compendio de todos sus registros al lograr al mismo tiempo, como decíamos al principio, una novela social, un cuento de hadas y, en el fondo, un tratado poético y filosófico sobre la felicidad.

MAREA HUMANA de Benjamín Prado

Me autoinculpo de ser un lector apasionado de la obra de Benjamín Prado, y de haberme convertido en seguidor –con actitud de alta exigencia constante- de su proyecto literario. El conjunto de su escritura, y su poesía especialmente, constituye la conquista de un lenguaje intenso, imaginativo y por momentos deslumbrante. Un lenguaje que no oculta sus influencias, pero que las influencias que reconoce las merece… La suya es, hoy, la voz infrecuente de un poeta que sí cree en la originalidad.

Sin duda el poemario que inaugura ese lenguaje es El Corazón Azul del Alumbrado (Ed. Libertarias, 1991) y el punto más alto de belleza verbal lo consigue, en mi opinión, en algunos momentos de Cobijo Contra La Tormenta (Ed. Hiperion, 1995), sí, pero aúna su lenguaje y una virtuosa estructura en el logrado Todos Nosotros (Ed. Hiperion, 1998). A partir de ahí parece reservar su interés estructural para los ensayos (aprendí mucho de Los nombres de Antógona, Ed. Aguilar, 2001, una confrontación poliédrica de cinco escritoras y donde el autor, creo yo, dedica páginas especialmente hermosas para María Teresa León), y reserva igualmente ese posmoderno interés estructural para las novelas (mi favorita aún es No sólo el fuego, Ed. Alfaguara, 1999). Por eso el último Benjamín Prado continúa relampagueándonos el alma con metáforas ingeniosas pero, además, ha añadido mayor carga de pensamiento, de intimismo y de verdad emocional hasta llegar así a su recién publicado libro de poemas titulado Marea Humana (Ed. Visor) que más que un desahogo biográfico es casi un acto de desnudez extrema.

“Admitir que padeces/ la maldición de todo lo que al no ser exacto/ tiene que conformarse/ con ser sólo infinito”… “Yo que viví en tu mundo de horas irrevocables/ y golpes sin regreso,/ sé que no existe paz para tu guerra,/ que no hay más que pasado en quien nunca habrá olvido”... “Tú eres el juez que llora/ sobre la tumba de sus condenados”… En efecto, en Marea Humana no hay estructura sino acaso sólo el resumen de dos libros en uno conformando un texto duro que, como las tragedias griegas, termina con una catarsis. En estas páginas encontramos pues la crónica de una pasión que se ha hecho añicos y cuyos protagonistas no son capaces de reconstruir con las piezas que quedan. Y hallamos inteligencia, amargura, reproches, demoliciones o voladuras controladas, huidas, reconstrucciones… “Hay hombres –dice Keats- que se detienen/ igual que una criatura que una vez tuvo alas”... Todo eso contado por alguien que sueña que es Pablo Neruda y cuyo sueño contagioso se convierte en la otra cara de la moneda del desamor.

Pero dentro de Marea Humana hay también un poeta comprometido con la realidad y, por eso, atento al mundo y sus desmanes. Así hay otra parte de este libro en el que el autor se desensimisma o implica de otra forma para contagiarnos destellos de conciencia. Por ejemplo en el poema El Avaro dice: “el dinero/ vive en su corazón como el musgo en la roca”, “No sospecha que a veces cava también su tumba/ el que entierra un tesoro”; y en El Ecologista se lee: “quien tala el abedul/ detiene un río”.

Lo demás es el vitalismo repleto de chispazos de unos poemas de amor que el lector lee como quien regresa a donde todo empieza, y luego unos retratos –Alberti, Antonio Machado, etc- realizados al óleo de la palabra, la memoria y en conjunto enseñándonos la trascendental verdad de que hay quien daría toda su vida por vivir un día más.

Luego el último poema –mi preferido- titulado La Misteriosa, que como ya he dicho más que un colofón constituye una catarsis que resume y da sentido a toda esta marea humana, a toda esta operación a corazón abierto, a este ramillete de poemas terapéuticos escritos acaso también para recordarnos, en este mundo nuestro tendente al hermetismo, que las palabras que curan duran y por eso las necesitamos tanto.

MAX AUB

Varias guerras y países, varios traslados forzosos, varias lenguas, muchos libros y ningún Dios verdadero. Se cumplió, en este año recién finalizado, un siglo del nacimiento de alguien que fuera a la vez un escritor, una víctima y un hombre excepcional: Max Aub. Y teniendo en cuenta que se trata de un autor de culto consagrado y olvidado, sí, bueno es saber y hacer saber que hablamos de cierto hombre apasionado que, una vez, hizo algo importante por todos nosotros.

El pasado domingo La 2 emitió el documental artístico “Un escritor en su laberinto” sobre este intelectual de apellido alemán aunque nacido en Francia, huido de allí al estallar la I Guerra Mundial, criado y casado en España, expulsado de nuestro país y el suyo durante la Guerra Civil y sufridor de por vida. En 1937 se estableció en París y allí permaneció hasta que llegó la II Guerra Mundial y, debido a su origen judío-alemán por parte de padre, los nazis lo recluyeron en el Campo de Concentración de Venet, primero, y luego en un campo de confinamiento argelino. Al ser liberado de ese infierno iría a México donde residiría hasta su muerte. Entre otras cosas en el exilio escribió seis novelas sobre la Guerra Civil agrupadas con el título genérico de “El laberinto mágico”. Igual que César Vallejo nos llevaba en la sangre. Sí, siempre añoró Valencia y siempre sufrió por España pues, como él mismo decía, “uno es de donde hace el bachillerato”.

Existe una dignidad que sólo conocen los vencidos, claro, pero a pesar de eso nuestro autor no pudo quitarse nunca de encima la decepción. Normalmente un narrador es capaz de mirar a la gente con la seguridad de quien sabe contar la vida a su manera pero Max Aub, que había llorado de rabia en varias guerras y países, observaba a la gente con ternura a través de sus lentes redondas: las circunstancias habían hecho de él un humanista compasivo. Gritaba. Era un activista de las ideas luchando a pie de obra. Un ser humano apasionado fumando en pipa como quien apura la vida que le queda. Un bocazas, sí, pues la rebeldía útil de un escritor, como él bien sabía, consiste en no callar. Ése es aún su vigente mensaje.

Max Aub hablaba castellano con acento francés como diciendo siempre más de lo que decía. Murió lejos de todo dejándonos una obra conmovedora –novelas, obras de teatro, guiones de cine, poemas... - que se ha convertido en resumen y moraleja de un momento histórico, de una ideología y de una forma limpia, igualitaria, libertaria, laica, compasiva y verdaderamente progresista de entender el mundo.
Repasar la vívida literatura de Max Aub se ha vuelto aún más importante últimamente porque en este país olvidadizo ya pocos recuerdan o conocen con exactitud de dónde venimos, pero todos creen vislumbrar a dónde vamos. De entre sus novelas recomendamos ahora una áspera, miscelánea y tan lúcida e ideológicamente cargada que pone los pelos como escarpias. Narra, a modo de asombrado diario, la última visita que nuestro autor hizo a España, y se titula “La gallina ciega”.

Desde 1982 hasta hoy la izquierda realista se ha acordado muchas veces de Antonio Machado y de María Zambrano, pero sería justo y hermoso volver a citar a Max Aub, a ese novelista de expresión prodigiosa y cuya ficción está repleta de pensamiento, a ese hombre incuestionable cuya vida integró dedicación y compromiso en altas dosis. Fue un escritor que no escribió para sí mismo sino para nosotros, nuestros padres y nuestros hijos. Un constante manifestante.

Pensemos ahora, por ejemplo, en las recientes manifestaciones contra la Guerra de Iraq, o en otras. ¿Cuántos de los que hoy van tras una pancarta suscriben los postulados de la manifestación, y cuántos están simplemente incómodos con la vida? ¿Cuántos por dejadez, inmadurez política, desencanto o miedo están de acuerdo con esos postulados pero no se suman? ¿Cuántos dan por sentado en España el bienestar e incluso la libertad? En este país se vive mejor que nunca, pero ¿somos mejores que nunca?

Max Aub, valiente visionario, hoy y siempre quiero terminar con una de tus frases: “No tengo derecho a callar lo que he visto por escribir lo que invento”.

HACEDOR DE ESTRELLAS de Olaf Stapledon

Olaf Stapledon, escritor inglés de ciencia ficción que en 1937 publicó una obra maestra, es un profundizador del lenguaje, un virtuoso creador y su novela Hacedor de estrellas ha sido calificada por Borges como “la mayor cota de imaginación que ha alcanzado la mente humana”. No en vano si hubiera que hablar de un Quijote de la ciencia ficción sin duda este lugar lo ocuparía dicha ambiciosa novela que no sólo describe pormenorizada y rigurosamente todo el universo sino que nos revela además su sentido.

¿De hecho por dónde empezar ahora a hablar de ella? Si existe una obra de ciencia ficción difícil de analizar ésa es el Hacedor de Estrellas: un descomunal fresco de todo el cosmos y una visión de enormes proporciones nunca repetida y, probablemente, imposible de plantear de nuevo con la sombra de Stapledon a las espaldas. De hecho otro grande del género, Arthur C. Clarke, compara esta novela con la Divina Comedia de Dante por su afán de ofrecer una imagen total además de presentar un sistema filosófico universal… Ciertamente hay mucho de esto en el empeño creativo de Olaf Stapledon.

El protagonista de esta novela es un hombre hogareño que, tras un momento de desavenencia conyugal, sale de casa y camina por el campo cercano mirando a las estrellas. Y, mientras las observa, paulatinamente su meditación se hace más profunda y le conduce a un viaje súbito que le acerca a los astros. Así su espíritu empieza a vagar por el cosmos visitando lugares y tiempos distintos hasta conocer, y hacernos conocer, la esencia misma del universo. De hecho descubre que hay vida fuera de la Vía Láctea, y conoce planetas en los que conviven razas de aspecto prácticamente humano, y tiene contacto telepático con estos seres en principio extraños. Gradualmente el protagonista va cambiando de lugar y de tiempo, visita el comienzo del universo, conoce su desarrollo e incluso llega hasta su clímax, para fascinación irrevocable del lector. Así los imperios galácticos de dimensiones inconcebibles brillarán y se apagarán ante los ojos del lector siendo La Tierra y su civilización ya una mera anécdota, una nota casi sin trascendencia en el gran concierto sinfónico del cosmos. Incluso otras civilizaciones, como la formada por ictioideos y aracnoides, con su lograda cultura del entendimiento, merecerán mucha más atención. El lector incluso llegará a comprender, iluminado por la prosa filosófica, poética, científica y hasta teológica, que late la inteligencia en el seno de los cuerpos celestes, y que las estrellas poseen entendimiento y razón. Pero sobretodo entenderemos que todas las especies del universo tienen en común su anhelo de totalidad, de comprensión del cosmos.

De hecho la apoteosis final de la novela, tras un despliegue sin parangón de imaginación, vendrá cuando el protagonista descubra que el universo tiene un hacedor, y que se trata de un artista contemplativo que observa su obra en perspectiva, que juzga con piedad sus imperfecciones pero que no desea intervenir en ella. No, más bien deja que su creación se consuma por sí misma para entonces, y ahí radica su piedad, disponerse a dar comienzo a una nueva obra. Así finalmente el lector descubrirá con impotencia como el Hacedor de Estrellas está decepcionado con el universo, y, tras otorgar el entendimiento supremo que supone este viaje sideral a uno de cuantos seres ha creado para que éste lo difunda, ahora el perfeccionista Hacedor pondrá su empeño en crear un universo superior, definitivo.

Ciertamente, como el delirante e iluminador Philip K. Dick dijo una vez, “cada puñado de estas páginas contiene todo el material de una gruesa novela de ciencia ficción condensado por medio de una especie de prosa poética”. O, para acabar, por decirlo con palabras de otro grande del género, Stalislav Lem: “un libro para paladear despacio, para dejarse arrastrar sin prisas por la variedad de ideas de un genio”. ¡Qué novela!

CASA DE MISERICORDIA de Joan Margarit

Un sofá blando, casi materno, junto a una ventana con vistas a la vida hoy que llueve en León copiosamente… Para que el impacto emocional de la llegada del otoño dure menos o dure siempre os propongo la lectura de Casa de Misericordia (Ed. Visor), último libro publicado por el radicalmente sincero poeta catalán Joan Margarit.

Leer poesía bien puede entenderse como recargar nuestra personal batería de empatía. Así los que leímos el libro en carne viva Joana (Ed. Hiperion), en el que este poeta hablaba confesional y terapéuticamente de la enfermedad y la muerte de su hija, no pudimos menos que conmovernos ante esas páginas que encerraban y encerrarán ya para siempre un acto extremo de desnudez. Desde entonces sus lectores, aunque no lo conociéramos personalmente, hicimos un íntimo pacto de hermanamiento con este poeta y ser humano dotado de una singular osadía bajo la cual siempre asoma una no menos peculiar fragilidad.

Libros escritos con fe en la palabra que, sin alardes pero con rigor, irradian humanidad. Sí, versos que nos enseñan que el dolor de otro, aunque no puede ser propio, no nos es del todo ajeno. Así este nuevo poemario o recuento de instantes de Joan Margarit quiere ser un refugio para almas atribuladas además de un espacio sereno e inteligente –eso parece ser la vejez- desde el cual ver la vida de forma panorámica: leemos y sabemos que la madurez, como el amor, no es una cuestión de edad.

Utilizando la metáfora de las Casas de Misericordia de la postguerra, esos lugares austeros, grises y rígidos a donde las viudas de los asesinados en la Guerra Civil mandaban a sus hijos ante la imposibilidad de mantenerlos, estas páginas claras y concisas nos hacen ver que la poesía es una Casa de Misericordia en la que cobijarnos de la adversidad porque “más dura es la intemperie”.

Pero, ya que la poesía la utilizó en el pasado como una ayuda para elaborar su duelo, en este libro ya no todo es la sombra de la hija muerta sino que el poeta, tras tanto vaciarse de dolor en los poemas de Joana, ahora se abre ya a otros temas, poemas de amor, anécdotas emocionales, pasajes impresionistas en los que la mirada del poeta va de la realidad a la metáfora universal como Machado con su olmo seco, y descripciones urbanas en las que, con perspicacia y detenimiento, el poema se fija en lo más sórdido como los cuadros de Lucian Freud. Sí, hay en Casa de Misericordia poemas nostálgicos nacidos de quien, en la vejez, siente la necesidad de la síntesis; poemas breves e infinitos escritos por alguien que sabe que la realidad finalmente está plagada de recuerdos que la explican y la amplían… Poesía realista no exenta de imaginación.

Decían Wordsworth y Coleridge en su celebrada poética que “la poesía es una emoción intensa escrita a posteriori desde la serenidad”. Sin embargo Joana era un libro duro y palpitante escrito desde la inmediatez de la emoción y la experiencia, y eso le daba un tono de verdad y una capacidad de impacto en el lector sin duda impresionantes. Ahora Casa de Misericordia sí es aquella emoción intensa escrita a posteriori desde la serenidad para, así, hacer recuento y avanzar sin olvidar pero sin que el recuerdo sea un lastre sino un modo de estar en la vida.

Igualmente Luis García Montero, en su libro Poesía cuartel de invierno -también una larga poética- pondera la tradición y califica a la originalidad de “superstición romántica”. Ese postulado lo asume a su modo Joan Margarit en la poética con la que cierra este libro, señalando así las razones de su alejamiento estético del Romanticismo y las Vanguardias.
Sin embargo al terminar de leer estas páginas uno se siente embriagado por la sinceridad y honestidad de cada poema. Acaso, en este mundo en el que la política y el derecho insisten en que no existe la verdad sino sólo la versión de cada cual, la franqueza y la finura moral que emanan de estos versos supongan un acto de originalidad radical. Creo yo.

QUERIDO SILENCIO de Luis Muñoz

Tengo cierto ejemplar guardado en mi baúl de un poemario desgastado. Se titula Septiembre y está escrito por Luis Muñoz… Poemas desgastados de tanto recordarlos. Antes, cuando éramos más jóvenes y vivir consistía en salir a la calle sin un duro, en esos tiempos en que compartíamos hallazgos, jazz y triangulaciones amorosas, robamos ese libro en unos grandes almacenes para recitarnos unos a otros el poema Testigo como prueba de amistad. Hicimos de ese libro un evangelio. Lo leíamos sentados sobre la acera como si fuera un texto escrito en papel de hachís capaz de otorgarnos serenidad elaborada.

El tiempo pasa pero los libros elegidos permanecen, y cada uno de nosotros fuimos forjando nuestra propia autonomía. Caminando paralelamente juntos como las vías del tren aprendimos que crecer tiene que ver con el verbo distanciarse; que como enseña ese libro iniciático vivir es avanzar fijándose en detalles que en realidad son símbolos. Oh, fatigados al fin nos fuimos: algunos a trabajar fuera de León porque así de cruel está aquí la política y la vida; otros, los menos, luego regresamos. Ahora nos quedan esos versos en los que releer todo cuanto fue, y conservamos el verano como punto de encuentro para llenarlo de nuevos poemas y experiencias evocadas con la emoción de entonces. Nos quedan los recuerdos que se derraman igual que la espuma de cerveza avivando aquel tiempo en el que bebíamos sexos y fumábamos flores.

Ese libro vacacional y melancólico titulado Septiembre primero, la narratividad con brillantes metáforas de Manzanas amarillas después, y más tarde el deseo expresado con una serenidad y naturalidad capaces de sintonizarnos el cuerpo con el alma de El apetito y Correspondencias, fueron y son una ventana que siempre estará abierta. Con cada nítido poema su autor logró una meta notable: escribir algo a lo que regresar.

Ahora acaba de llegar a mis manos el último libro de este poeta. Se titula Querido silencio (Editorial Tusquets) y en él destaca no sólo el lenguaje depurado sino principalmente ese tono reflexivo, detallista, relajado y sorprendente que nos hace ver acaso que la vida también puede ser eso, esa mirada atenta, ese refinamiento, sí, esa depuración emocional… Que la vida también puede ser cierta quietud no exenta de capacidad de asombro. Son poemas a la vez intimistas y expectantes como "Campo de alcornoques", u otros a un tiempo reflexivos y narrativos como el titulado "Rápido", pero sobre todo es la fascinante imaginación apegada a la realidad de "Cepillos de dientes" o "Doméstico" la que me devuelve a un espacio poco habitado últimamente, mis recuerdos, al tiempo que me insufla cierta cadencia más acorde con mis ritmos naturales y mentales.

Por eso hoy me ha parecido que ésta es una ocasión tan buena como cualquier otra para agradecerle al “azar” que nos hiciera llegar entonces la obra de este autor -su propuesta lírica original y emocionante, ese sendero esencial e introspectivo que nos abrió los ojos y los abrazos mientras lo compartíamos todo porque no teníamos nada-.

Ojalá dentro de muchos años esté yo un día vagando por mi casa con los ojos vidriados y, sin saber por qué, llegue al baúl para mi insospechado reencuentro con las cosas, topándome de pronto con este ejemplar amarillento de Querido Silencio. Ojalá lo abra entonces por la página que señale un pétalo estratégicamente muerto, y relea "Culatra", y luego "Un poco absurdo", porque esos poemas delicadamente impuros serán en ese punto algo así como un espejo que me podrá indicar si yo sigo siendo de los míos.

Libros de carne que llevamos dentro del corazón lo mismo que los viajeros nómadas llevan ropa en sus maletas. Antorchas en la noche del día a día que dan luz y también motivos para la existencia. Pequeñas grandes cosas que, como el mar o el amor, unen y separan. Ahora que el incipiente verano deja instantes para la balada de la vida en calma quiero recomendarles muy sinceramente, cómo no, que compren y lean poesía porque sin ella la vida probablemente seguiría existiendo, pero no sabríamos qué significa... Hay en las librerías un poemario ponderado y emocionante titulado Querido silencio. Pasen y lean.

METEOROS de Antonio Pereira

Poesía con más hallazgos que ocurrencias, con más encuentros que encontronazos. La pulcritud emocional hecha versos… Acabamos de saber que le han concedido a Antonio Pereira el Premio Francisco de Quevedo de Literatura por su libro METEOROS (Poesía 1962-2006), publicado por la Editorial Calambur. Y por eso creemos que ésta es una ocasión tan buena como cualquier otra para decir que se puede leer dicho libro de poemas así, a escondidas, casi como quien pega un oído a la puerta de un ilustre desconocido y oye cierto silencio profundo, recipiente de sonidos, y escucha también el trino de los pájaros, y el cantar de las criadas, y la oración de los antepasados, y la vida palpitante, y el latido de la nostalgia, y la belleza contemplada desde altos miradores.

Antonio Pereira, ese escritor de rostro felino que camina por la existencia como un moderado reformista de nuestra alma, escribe poemas que contagian serenidad y clarividencia. Sí, con la exactitud rítmica de los clasicistas pero aportando también la rebeldía sin aspavientos de quien siempre ha ido por libre, nos regala hoy su obra poética completa de la que aprendemos que la poesía es consolación y belleza y así lo demuestran aquí tanto su economía verbal como cierto esplendor rítmico capaz de ganarse honradamente nuestra complicidad lectora. Sabiduría sencilla en la estela de Machado. En la estela de un cometa. De un meteoro.

Dentro de los libros que, como piezas de puzzle, aquí ahora conviven destaca a mi entender “Cancionero de Sagres”, bello canto fraternal, casi himno, casi abrazo, casi salto de agua, en honor a Portugal. Tiene cadencia de fado y nostalgia lisboeta este libro, tiene blanca saudade, y conmueve por su mirada detallista y melancólica y, también, por alguna memorable historia universal que nos regala esta poesía por momentos tan narrativa (como ejemplo el humano y hermoso poema titulado Cementerio de Évora y también otro que lleva como título la palabra Episodio).

Igualmente no se puede pasar por alto “Viva Voz”, compendio de poemas nuevos, inéditos, que aquí se incluyen con toda su frescura y vigencia como para subrayar la eterna juventud de este poeta bendito, de este aristócrata de la amistad y la felicidad, de este escriba emocionante que es Antonio Pereira. Está este último lleno de homenajes –Cristóbal Halfter, Norberto Beberide, Enrique Badosa, Picasso, Victoriano Crémer, Eugenio de Andrade, Amancio Prada…- y tiene de fondo algo como de reafirmación en pugna con lo testamentario, pero sin embargo no hay tristura sino contagiosa esperanza y una envidiable fe en la vida y la amistad.

Así expresado en los poemas el mundo parece una formidable romería con su cáncer de vanidad y pecados, pero también y sobre todo con su apasionante día a día, su belleza y su verdad. El mundo mecanografiado por este blanco abuelo de todos, por este bardo del pueblo, como enseñándonos al cabo que nada hay menos convencional que lo claro y directo. Es poesía atenta, vindicativa, sin las conspiraciones y los excesos de la imaginación desatada; toda una lección de refinada naturalidad.

Al terminar de leer este libro que tan bien resume la evolución de una conciencia se nos queda el alma en un delicado estado armónico, sin éxtasis ni espejismos sino simplemente así, en paz y a salvo como víctimas de la bondad. Lo indescifrable se ha convertido ya en un arrullo, un halo de luz, un momento de pequeño esplendor que nos inspira en la medida en que nos enseña que en la vida la poesía es ese rayo de pureza, de expectación y de sorpresa capaz de conducirnos cada día por la senda de la autenticidad.

Son libros como éste los que nos llenan de impulso, nos recuerdan con piedad de dónde venimos y así nos hermanan con la tierra, con las gentes, con el tiempo y con la paz.

Hay que seguir empleando energía en el imprescindible acto de conmoverse.
Por eso de todo corazón les recomiendo este libro.

OCNOS de Luis Cernuda

Leer un libro como quien vuelve al cuarto de juguetes que habitó de niño, un poemario como un mapa para saber regresar sin perderse, un elixir de la eterna infancia irrepetible donde todo empieza... La colección de poesía Signos -integrada en la Editorial Huerga&Fierro-, acaba de reeditar OCNOS, de Luis Cernuda, en una edición preparada y prologada por Francisco Brines.

Según aclara la cita inicial que precede al texto, fue en la obra de Goethe donde encuentra nuestro autor la mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir de alimento a su asno. Escribe Francisco Brines que Cernuda “halló en ello cierta ironía sarcástica agradable, se tome el asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público, igualmente inconsciente y destructor”. Luego el prologuista nos hace un sintético repaso de los antecedentes formales de poesía en prosa a los que debió tener acceso el poeta sevillano, tanto en los que se insertan en la tradición hispánica (Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, etc), como en los del canon francés (Baudelaire. Rimbaud, etc). Francisco Brines con su documentado prólogo nos ilumina y sitúa. Y luego vine Ocnos.

Hay libros que se leen despacio, rozando con los ojos cada letra impresa. Se leen ausentándose mientras tanto de este mundo nuestro lleno de prisas y ruido contagioso, y uno parece limpiarse con las páginas el ánimo y el alma de infecciosas interferencias.

Pequeños pasajes cristalinos que convierten la memoria en cadencia, anécdotas emocionales con un diluido fondo de piano, Sevilla fotografiada en palabras desde Escocia, Ocnos es el libro de un poeta exiliado de todo que mira hacia atrás con clarividencia acaso para ponerse a bien con el universo.

El autor comienza a escribirlo en Glasgow (Escocia) en 1940, y es en la distancia espacial y temporal donde consigue la lucidez armónica que impregna este libro. Utilizando una segunda persona referencial en muchos de los textos, nuestro autor va recogiendo del suelo sus propias huellas y le llevan hasta una Sevilla mítica con bazares y huertos, con magnolios y vicio mientras las estaciones gradúan la luz a la orilla del río. “Y te adentraste en la ciudad abrupta, maravillosa, como si tendiera hacia ti la mano llena de promesas”.

Ocnos nos enseña entre otras cosas que la memoria está llena de sonidos, acordes, disonancias, pasajes, aromas añorados, texturas, sabores legendarios que también son el futuro. Bello cinematógrafo de la vida. Desde este libro construido no según el orden en que cada “trozo” –como los llamaba Cernuda- fue escrito, sino según tuvieron cronológicamente lugar las secuencias infantiles y juveniles que se muestran, el lector puede atisbar de forma global el universo interior del autor: su talante cosmopolita que mitifica con frecuencia el punto de partida, su espíritu delicado y sensible, contemplativo a veces, el lenguaje contenido, la precisión emocional rica en matices, esa personalidad ensimismada y a la vez expectante en perpetuo estado de perplejidad ante el mundo, las fascinaciones eróticas, su proximidad con el dolor acompañada de cierta fuerza natural que dobla pero no rompe, todo ello expresado o sugerido con elevada tensión lírica.

Recibamos como un feliz acontecimiento la publicación de este libro ahora que se cumplen cien años del nacimiento del poeta, y sesenta desde la primera edición de Ocnos.

Sí, como volver al cuarto de juguetes de la infancia es leer cada poema en prosa inacabable de este libro. Entre un caballo de cartón y una muñeca de trapo se puede ver aún, hecho con papiroflexia, tu corazón.

LA PIEDRA EN EL CORAZÓN de Luis Mateo Díez

“El mismo rostro, la identidad común, la fragilidad extrema…”. La última novela publicada por el fabulador leonés Luis Mateo Díez (“La Piedra en el Corazón”. Ed. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores) trata sobre la enfermedad de una niña, Nina, aunque en el fondo narra la vivencia de la enfermedad indirecta que padecen quienes la cuidan. Igualmente trata sobre la enfermedad de una ciudad, Madrid durante los atentados del 11-M, pero principalmente versa sobre el padecimiento indirecto no de las víctimas sino de los ciudadanos que contemplan el horror al mirar por la ventana o al observar las espeluznantes imágenes en las pantallas de los televisores. Paralelismos. Nada es único. Toda historia, incluso las fantásticas, tiene algo de paralelismo… Ésta es una de esas novelas que no sólo llega al corazón del lector sino que además lo desmonta.

Y es que esas enfermedades psíquicas difíciles de describir y etiquetar, las cuales además llevan aparejados trastornos de personalidad, poseen como característica la fragmentación. Acaso por eso ésta novela está escrita así, mediante pequeños capítulos o piezas de puzzle, intentando emular indirectamente la fragmentación mental de la protagonista, Nima, y también la fragmentación emocional y matrimonial de sus padres: Liceo y Aura. Capítulos cortos, filosóficos, intensos, líricos para una historia contada mediante una narrativa discontinua… Esta innovadora novela parece las notas tomadas para escribir esta novela.

“Lo que el cuerpo debe al alma… Lo que la carne alberga del espíritu maltrecho de mi hija“. Conmueve e ilumina ese padre que quiere ya no ayudar sino al menos entender. Y esa madre que desea al menos proteger. Y protegerse… Y sobre todo llega a asustar la precariedad de Nina, una chica perdida en medio de una ciudad perdida. “El daño contiene la derrota de lo que nos sucede… El daño, hija mía, parece la palabra adecuada, quiso decir Liceo, y a lo mejor si nos pusiéramos de acuerdo en una palabra, en un concepto, podríamos acercarnos en ésta situación en la que estamos comprometidos sin que ninguna palabra signifique nada preciso, sin que exista una frase de consuelo y entendimiento, ya que de tanto hablar sin llegar a nada estamos peor que nunca”.

Sí, prosa intimista de autor excepcionalmente implicado. Y aún así lo que fascina de esta historia es principalmente la estructura narrativa; la forma inconexa pero elocuente como se narra aquí todo. Y es que el modo en que está contada esta historia nos recuerda sin decirlo que la precisión está hecha para la inteligencia.
Palpita esta obra intimista con una carta y un cuento intercalados y en la que la fantasía es el alivio para las almas atribuladas. Palpita ahora que estamos todos un poco necesitados de alivio. Vibra esta novela en la que la reflexión y el lirismo intensifican la narratividad y la dan peso ahora que, en medio de la delgada ceremonia cotidiana de la frivolidad, tanto necesitamos las cosas de peso, de entidad, de eternidad…

He aquí pues una historia breve e inacabable sobre la línea difusa que separa el dolor colectivo y el dolor familiar contada con un preciosismo verbal que ahonda en la dureza del argumento, sí, pero asimismo ayuda a descubrir el valor altamente terapéutico de las palabras como camino de encuentro, y el valor de la ficción como generador de orden incluso en medio de la desgracia. O, por decirlo con palabras del propio autor, “la escritura es una norma de orden en el desorden, un hilo de lucidez en la oscuridad, para que en la ciudad, como en la vida, se orienten los trenes”.
He aquí una historia sobre los enfermos y los cuidadores, esto es, sobre todos y cada uno de nosotros. Una historia definitiva y definitoria escrita con la autoridad moral de quien de pronto se desnuda y, generosamente, nos enseña su verdad.

LA ROSA INCLINADA de Javier Lostalé

Homero, Safo, las huellas que nos orientan… Sí, en el principio fue la épica inevitablemente masculina –con su sabiduría, su pasión, su vigor, su energía y su elogio del cuerpo- y la lírica decididamente femenina –con su fulgor, su cadencia, su entrega, su intimismo y su elogio del cuerpo-. Pero hoy, por suerte, hay poetas cuyo empeño se centra en deconstruir las bipolaridades, recuperar el sentido, reconstruir el todo fundiendo las partes como un arqueólogo que, amorosamente, recompusiera los restos de un ánfora... Sí, así, como un arqueólogo que vive entre el presente y el pasado, veo yo al jardinero emocional Javier Lostalé.
Y es que la poesía de Javier Lostalé a la vez esencial y narrativa, activa y contemplativa, metafísica y surrealista no sólo es un puente entre dos mundos sino que también puede concebirse como un instrumento útil para saber que el mundo puede ser de otra forma. Así nos eleva y nos transporta el idealismo. Así nos enjuaga la pureza y el anhelo de pureza. Así nos llena y amplía todo lo que intenta ensanchar las fronteras de lo que hoy se entiende por normal, por correcto, por virtuoso… Y es que la poesía de Javier Lostalé no está de un lado ni del otro sino que parece asumir que, como decían los griegos, en el centro reside la virtud. Sí, por eso su depurada escritura se centra con delicadeza en los matices, en los detalles, en los destellos y supera así maniqueísmos como poesía-prosa, masculino-femenino, narratividad-esencialismo, actualidad-eternidad pues ciertamente el mundo no es blanco ni negro: necesitamos la literatura que nos recuerda que no sólo hay dos lados, no sólo dos bandos, no sólo una verdad...
El primer libro de este autor -Jimy Jimy- es una amalgama de anécdotas emocionales, panteísmo y riqueza contemplativa cuyo principal valor radica en el uso conmovedor que el poeta hace de la palabra tú. El resultado es una poesía sensible y narrativa que se sitúa en ese espacio que separa, o que une, a la lírica y a la épica. Igualmente se percibe en todo el libro un anhelo de pureza profundamente trascendente a pesar de que éste es un libro fundamentalmente carnal como todo lo que es humano y real.
A esa inauguración siguió en 1981 Figura en un paseo marítimo, que no amplía el mundo de su libro anterior, pero lo intensifica. De hecho la nueva aportación que el poeta hace aquí y nos regala es la incorporación de la sensación, y así en estas páginas, sobre las historias, destacan los olores, sudores, sabores, impresiones que suscitan recuerdos y toda esa intensidad que emana de la serenidad. Acaso el ritmo nos desconcierte pero estamos ante un texto construido desde el recuerdo que nos reafirma en nuestro aprecio del hermoso poder que tiene la evocación.
Después, en 1995, se publicó La Rosa Inclinada, libro que se inicia con “Confesión”, acaso el poema más conocido del autor por su carácter de poética o testamento vital y por ser su primer poema en prosa publicado. Javier Lostalé ha evolucionado hacia la condensación emocional, y por eso estamos ante una poesía metafísica en la línea europea de Hölderlin, Rilke, Celan y Holan.
Hondo es el resplandor, su siguiente libro, supone otro avance hacia una poesía más surrealista en las metáforas, que no en los temas. Acaso sea su libro más emotivo y suponga un punto de inflexión en el quehacer de este poeta que aquí se abre a nuevos temas y los aborda con madurez.
En 1998 ve la luz su libro definitivo, La Estación Azul, poemario en prosa en la línea de Platero y yo -Juan Ramón Jiménez- y principalmente Ocnos -Luis Cernuda-. La Estación Azul es un poemario cargado de inteligencia emocional cuya virtud más alabada por la crítica es el impecable ritmo. Sin duda este celebrado libro ha tenido una gran influencia en los poetas jóvenes y es causante –junto a otros de Gamoneda, Mestre y LLamazares- de la riqueza que hoy tiene nuestra poesía en prosa...
Sí, éste es el hombre y su modo de volar.

EN LA LUZ RESPIRADA de Antonio Colinas

Cuando en silencio hago repaso de lo que me ha traído hasta aquí y me ha ayudado a ser quien soy, aparecen indelebles los nombres del que fuera mi profesor, José Enrique Martínez, y de uno de mis poetas, Antonio Colinas. Por eso la reciente publicación en la Editorial Cátedra de “En la luz respirada”, reunión corregida de tres libros clave del poeta bañezano –“Sepulcro en Tarquinia”, “Noche más allá de la noche” y “Libro de la mansedumbre”- supone para mí un reencuentro conmigo mismo. ¿Releer no es buscarnos en el pasado y confrontarnos en el presente? ¿Retomar los libros que nos fueron importantes no equivale a preguntarnos si en verdad hemos crecido, o si han crecido dichos libros?

José Enrique Martínez, Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de León e iniciador en esta tierra de toda una generación en esa música verbal, emocional y vital que es la poesía, ha realizado la introducción y las notas de esta edición. En ellas deja claro como la poesía de Antonio Colinas está totalmente imbricada en la vida, la mirada y las lecturas de ese poeta; habla además de la riqueza léxica y simbólica de algunos poemas y nos esclarece el significado de los versos más culturalistas. Por eso volver a leer estos tres libros o puntos álgidos de cada una de las etapas creativas de este autor, se parece mucho a leerlos por vez primera, desde un ángulo distinto, con una perspectiva mejor. No más lejos, más hondo.

A la hora de entender el ideario y la visión del mundo de este escritor, en la introducción se nos habla de los espacios o ciudades que ha interiorizado: La Bañeza, León, Córdoba, Madrid, Milán, Pérgamo, Ibiza y Salamanca. Cada uno de esos espacios en los que Antonio Colinas ha vivido viven ahora dentro de sus libros y sus poemas, y por eso leer “En la luz respirada”, de un mistérico, culto y primigenio modo, se parece a viajar.

Asimismo José Enrique Martínez nos regala su lectura personal de algunos poemas como el titulado propiamente “Sepulcro en Tarquinia”. Nos habla entonces de poetas italianos, del mundo latino y del noroeste, mezcla el neorromanticismo telúrico con la trayectoria del autor y nos enseña así que leer poesía implica una forma de ser y de estar en el mundo. “Sepulcro en Tarquinia”, leído ahora, es la obra poética culturalista, metahistórica, intercultural, humana y humanista de un poeta inspirado capaz de tocar un nervio de nuestra alma. Dicho libro de poemas, en el mundo intolerante y globalizado que habitamos, ayuda a convivir.
Luego está “Noche más allá de la noche”, poema de poemas, himno que el autor de la edición califica como el mejor libro de poemas de Antonio Colinas. Puede ser, pero parece justo señalar aquí con humildad que en la jerarquía de mi sensibilidad está más alto “Sepulcro en Tarquinia”. Y lo está porque esos poemas no me elevan y me sacan ética y estéticamente del mundo, no, sino que me introducen lúcidamente en él. De todas formas está claro que toda la brillante segunda etapa creativa de Colinas –donde se sitúa “Noche más allá de la noche”- se caracteriza por ser elevada, filosófica, budista o taoísta, cosmológica, esencial... Y son importantes aquí las lecturas fundamentales que nuestro poeta hizo entonces, y que el introductor nos señala. Así encajamos y contextualizamos el ritmo, casi respiratorio, y el lenguaje imaginativo, volador y espiritual. El “Libro de la Mansedumbre”, con su tono naïf, naturalista, sensible, evocador y tierno, es el más representativo, dice la introducción, de esta última parte de la obra de un poeta en el sentido clásico de la palabra. Uno de esos poetas, médiums o gurús de la tribu que busca la iluminación y nos la regala. Un poeta de los nuestros. Uno al que bien podemos encontrarnos un día por aquí, por cualquier calle, con cara de extrañeza mientras nos acercamos a él para preguntarle al oído: ¿Eres tú el elegido o tenemos que esperar a otro?

La memoria según Juan Gelman

No sé si han reparado ustedes en que, en esta época del año, en León la noche es azul. El cielo nocturno es azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de ella.
Oh, ella –la abuela del mundo- aprendió a reír al mismo tiempo que a bordar porque la magia lo simultanea todo. Aún la recuerdo ahí, en la mecedora, con el pelo canoso recogido en un moño, con sus ojos azul cielo de verano y arrugas como surcos en la tierra y ella borda que te borda remendando el pasado, que siempre parece mejor. Remendando una historia que tiene que contarnos porque ella existe y borda para que nada imprescindible se olvide y morirse, sugería, es no contar.
Hay cosas que suceden para ser recordadas. De hecho tanto mi hermano Gaude como yo pasamos por el ritual de sujetar la madeja de lana y escuchar sus historias para luego, en invierno, poder lucir a modo de escudo algún jersey. Y ella hablaba de los jornaleros gallegos que venían aquí para la vendimia y que, si lo merecían, siempre eran tratados como si fueran de casa. Y se acordaba de Guzmán, que era joven y pobre pero sabía hacer adobes y cultivar la tierra. Un año vino a pedirnos trabajo. Y comida. Y cariño. Y se quedó. Hasta se echó una novia el pueblo. Juntos se marcharon y algunas veces volvían… ¡Cómo nos quería Guzmán!
Sus ojos brillaban como lunas gemelas sobre el río Esla mientras la abuela del mundo bordaba la eternidad. Y nos hablaba de Juaco, su marido, nuestra referencia: un albañil fornido que decían en el pueblo que era republicano porque nunca iba a misa, y creían que era masón porque leía novelas. Un día mientras él estaba picando en la Bodega de Canseco lo fueron a buscar los falangistas, lo llevaron al trinquete y lo mataron a tiros... Hasta le dolía la mirada a mi abuela recontando como por los dedos las historias indelebles repetidas para que nada de aquello se repita –decía-; para que nada se olvide… Los zapatos del abuelo Juaco muerto, la palabra como emblema, la memoria resistente y ella borda que te borda. Y hoy escribo sobre ella porque estoy viendo sus ojos cuando miro cada noche este azul que se disipa, y se estira, y no se apaga: el cielo sabe mirar.
En la noche azul cobalto de León están todas las historias que inicialmente escuché; todas esas narraciones que entonces no sabía que me estaban convirtiendo en quien ahora mismo soy. De hecho, como acaba de decirnos Juan Gelman en su palpitante discurso del Cervantes, hay escritores con talento capaces de contar la vida a su manera como para corregirla y hacer de lo cotidiano un verso “en pie contra la muerte”. Pero existe también gente sencilla que narra de corazón simplemente para que nada de lo importante se olvide; para que lo humano quede; para que crezcamos con historias que hacen Historia.
Pero, como explicó Gelman, vivimos en tiempos poco propicios para la memoria. Sí, sufrimos una especie de dictadura de lo inmediato que si no estamos individualmente en guardia nos restará perspectiva y serenidad. De hecho ahora, que empezamos ya a desear con fruición las vacaciones, viajamos pero no dedicamos tiempo a aprender a quedarnos. Así tenemos, por ejemplo, mucha memoria en nuestro ordenador pero carecemos de memoria histórica. Y es que la memoria histórica implica no tanto recordar el pasado colectivo como reflexionar sobre él para no olvidar los aciertos ni repetir los errores. Por eso la memoria histórica tiene tanto que ver con la Historia como con las historias íntimas que no han traído hasta aquí…
El cielo, la luz, los ojos de la abuela que ha muerto sin contradecir por eso a la eternidad y recordarla ahora tiene algo de leyenda, casi mito, y tiene mucho de amor por las historias y por las pequeñas cosas.
Siempre creo ver a mis antepasados muertos detrás de las cosas más hermosas de mi vida. Por eso hoy observo la noche azul de León y le confío un encargo: dile a la abuela que la recuerdo, que la recuerdo.

DERUUMBE de Ricardo Menézdez Salmón

¿Una novela gore?
Resulta sintomática la cada vez mayor influencia del cine en la nueva narrativa española. Así cuando uno lee Derrumbe, la recién publicada novela de Ricardo Menéndez Salmón, nota cómo en la base de esta trama están películas americanas de éxito sobre asesinos en serie como Seven, El Coleccionista de Amantes y El Silencio de los Corderos, pero no deja de brillar con luz propia una prosa cuidada, rítmica y de esmerado vocabulario, y una lograda estructura narrativa heredera del perspectivismo de William Faulkner. Ambos elementos –la prosa y la estructura- constituyen los principales alicientes de esta novela coral, discontinua, circular, profunda, inquietante y desesperanzada.

Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es un destacado escritor de la nueva promoción de narradores españoles, y su quinta novela La Ofensa (2007, Ed. Seix-Barral; una obra con prosa entre filosófica y documental ambientada en la época de la II Guerra Mundial y que se concibe como una reflexión sobre el mal como concepto y como explicación de lo real) fue saludada con una entusiasta ovación tanto por la crítica como por el público. A ésta siguió un libro de cuentos titulado Gritar (2007, Ed. Lengua de Trapo. Especial atención merecen los relatos El Temor, los Ancestros y el propio Gritar), y ahora regresa a las librerías con Derrumbe, una novela con cierto toque gore sobre el mal como atractivo abismo.

Siguiendo el esquema del thiller cinematográfico –un espacio concreto, una oleada de crímenes, un investigador obsesionado con un caso que convierte en algo personal, dosificación de la información para crear suspense y minuciosidad casi morbosa en las descripción de los crímenes para acentuar el terror hasta dar finalmente con un culpable- el autor construye esta novela centrándose en los personajes: de un lado Manila, investigador filosófico y familiar cuya mujer espera su segunda hija, y del otro lado tanto los Arrancadores -tres muchachos sicópatas que, casi por diversión, aplican su ingenio a la práctica de crímenes para sembrar el miedo en la ciudad de Promenadia- como también Mortenblau -un asesino en serie que junto al cadáver de su última víctima, deja siempre un zapato de la anterior-. El punto débil de la novela creemos que radica en la inconexión entre los crímenes del asesino de los zapatos y los crímenes de esos adolescentes que se hacen llamar los Arrancadores, pero es en extremo interesante cómo el peso de la narración avanza con total naturalidad desde Manila, en quien cae primero, como ya se ha dicho, hasta el asesino de los zapatos, en segundo lugar, para llegar luego a los Arrancadores; más tarde se centrará ese foco de interés narrativo en Valdivia, personaje bien construido que impacta por su fragilidad, y, finalmente, la atención recaerá en Vera, descarriada hija de Valdivia y otro personaje inquietante dentro de todo este espejo de perversiones, este retrato literario de ese mal que no logran disipar ni la belleza ni la cultura. Asimismo, de entre los puntos de giro argumental que el narrador incorpora a la historia, destaca el del personaje de Mara, esposa de Manila, la cual nos dará una gran sorpresa en un determinado momento del libro, ya verán.

Si bien es cierto que el indudable talento narrativo de Ricardo Menéndez Salmón merece argumentos de mayor calado, no lo es menos que el autor logra sacar petróleo de una trama tan manida, hasta convertir su novela en una alegoría sobre la modernidad, el aburrimiento, el entretenimiento, el ingenio como principio de la monstruosidad cuando no va unido a la ética, sobre los simulacros actuales de la realidad y sobre los modelos sociales de los adolescentes.

Desde luego las películas americanas apuntadas al inicio no se recrean en la realidad ni la trascienden sino sólo la describen o, a lo sumo, la exageran para sorprendernos. En este sentido Ricardo Menéndez Salmón, aplicando su probada ambición narrativa, logra hacer de Derrumbe una obra con al menos dos lecturas: aparentemente estas páginas encierran una entretenida novela postmoderna con un toque de género negro y un punto gore, pero una lectura más profunda saca a la luz una contundente novela social que posee la virtud de explicar el mundo actual y a la vez denunciarlo.