martes, 3 de mayo de 2011

EL AÑO DEL FRANCÉS de Juan Pedro Aparicio

León –esta ciudad inventada- es un ámbito repleto de historias que hace falta contar, y sólo de vez en cuando surge un autor afortunado que, en el empeño de hacerlo, aporta una inspirada manera de recrearlas mediante una mirada universal y lúcida para dibujar con ellas, o a través de ellas, el alma colectiva que estas calles contienen y que es susceptible de simbolizar el mundo.
La mirada narrativa de Juan Pedro Aparicio en concreto es la de un enamorado de su ciudad y por eso, o a pesar de eso, la recrea constantemente en cada una de sus novelas. Pero no la adula. Ni la utiliza como pretexto para discursos ensimismados o reduccionistas. Ni la distorsiona. Ni la saca del mundo. Más bien recrea en cada una de sus novelas una ciudad continuista, tradicional y cargada de Historia en la que siempre hay un resquicio para la épica cotidiana o para esa fantasía del día a día “como un subrayado de la realidad”. Una fantasía perfectamente imbricada en lo real que nos sugiere que nosotros simplemente nos hallamos de modo temporal a este lado del más allá. Repasar por eso las novelas de este gran fabulador es, entre otras cosas, asistir a una interesante reinvención diacrónica de la ciudad de León, capaz de recordarnos que nada hay más exótico, ni más misterioso, ni más extraño, ni más fascinante que la vida corriente.

LEÓN EN EL CONJUNTO DE SU OBRA
Cada novela de Juan Pedro Aparicio es un momento del mismo lugar. Si en Lo que es del César León aparecía sólo como una referencia de fondo, el León de los años 30 y 40 se muestra en una imaginativa novela sobre la Guerra Civil titulada La Forma de la Noche. Posteriormente en esa ciudad inventada que es León en los años 50 sucede la trama principal de ¡Qué tiempo tan feliz!, novela semiautobiográfica sobre la infancia, la educación sentimental, el desarrollo de la imaginación y el origen de la condición de escritor. Luego el León de los años 60 se evoca universalizado en El Año del francés, y con posterioridad de nuevo la ciudad inventada, esta vez en los años 80, aparece en Retratos de Ambigú, interesante obra de narrativa discontinua cuyo argumento se desarrolla a través de estampas o cuadros. El León de nuestros días, ya convertida la ciudad en personaje “porque León principalmente es una forma de ser”, aparece en las dos divertidas novelas sobre un detective peculiar llamado Malo y tituladas Malo en Madrid o el Caso de la Viuda Polaca, y La Gran Bruma.
Sin embargo no acaba aquí la reinvención diacrónica de esta ciudad. El viajero de Leicester, virtuosa obra de literatura fantástica y acaso la mayor cota de originalidad lograda por el autor, recrea alegóricamente algo así como el negativo de la ciudad de León: un León en sombra en el que conviven los vivos y los muertos; un León de ultratumba…
Hay héroes legendarios que fundan ciudades y hay novelistas, no menos heroicos, que se las inventan. He aquí esbozadas, pues, las líneas maestras de la invención de una ciudad, y he aquí también la empresa narrativa de un narrador con mundo propio: nuestro mundo.

EL AÑO DEL FRANCÉS: LA CIUDAD INVENTADA EN LOS AÑOS 60

Acaso sea El Año del Francés la novela más leída y celebrada de Juan Pedro Aparicio, varias veces reeditada y elogiada por su tono irónico, los diálogos frescos no exentos de rasgos populares y de gran poder de identificación, así como una prosa ágil y rica en anécdotas. Pero, como bien ha señalado Asunción Castro, estudiosa de la obra de Aparicio, sin duda en estas páginas de apariencia realista se halla también una lectura más profunda.
Cuando Eugenio de Nora en su enciclopédica obra La Novela Española Contemporánea nos habla del humor en los narradores de la segunda parte del siglo XX, lo califica como “un cambio de orientación estética con posiciones de fondo esencialmente conservadoras que estilizan irónicamente el mundo de los abuelos, ejerciéndose con preferencia sobre aspectos ya inactuales, inocuos, de la vida pasada, más bien que sobre los errores, prejuicios, incongruencias y ridiculeces que ofrece la vida presente”. Señala como influencia de esa tendencia narrativa a Gómez de la Serna y los relatos humorísticos de los años 30 (Miquelarena, García Pavón, etc.), y no la fértil y lúcida tradición irónica española de la picaresca.
Es cierto, pues, que el humor a veces resulta un arma de doble filo. Pero si bien no se puede calificar estrictamente a El Año del Francés como una novela de humor, resulta indudable que no está exenta de verdadera gracia, aunque principalmente se trata de una obra intertextual con altas miras literarias, con estrategias narrativas modernas asimiladas desde la mejor literatura de América y Europa, como el perspectivismo de Faulkner o el distanciamiento del narrador de Proust -tan brillantemente observado éste último en sus ensayos sobre Aparicio escritos por Ricardo Gullón- y poseedora además de un lenguaje plástico y cuidado.
La trama arranca con una anécdota visual, el salto desde la cima del Edificio Mirantes, en la Plaza de Santo Domingo, del paracaidista francés Viollet-le-Duc. Esta epopeya tan de rovincias es narrada consecutivamente desde varias perspectivas, a través de los diferentes estratos sociales de la ciudad, para sumergirnos posteriormente en una historia sobre la disparatada atención que provocaba en aquellos tiempos la llegada de las estudiantes francesas en los veranos leoneses. El capitán francés empieza a frecuentar a Valenty, la joven más deseada del lugar. Ella es moderna, neurótica, soñadora, deseosa de viajar y conocer, tendente al idealismo, y rápidamente parece encandilarse con el exótico paracaidista. El francés Violec-le-Duc pasa entonces de la inicial admiración a la envidia colectiva; una envidia que también genera fantasía (“He venido a decirle que atenta la ciudad a los negocios del sexo con francesas, seducido Viollet-le-Duc por los encantos de Valenty, siento que la desazón me ahoga… Y entonces he visto a las francesas descender otra vez sobre la ciudad como un batallón de paracaidistas, las he visto viniendo de la noche hacia la luz, atravesando capas de oscuridad, viajeras de lo oscuro que pugnan por romper la iluminada muralla que, a modo de inmensa bombilla, nos cobija. Violet-le-Duc es el demonio. Él te ha seducido a ti y seducirá a Valenty…”). Una envidia -no exenta de admiración- que va impregnando la ciudad y la novela.
¡Qué fascinante resulta desde el principio ese grupo de muchachos por su vitalismo, sus conversaciones y su dinamismo! Entre ellos hay seres primarios y otros con bastante nivel cultural. Uno de ellos, Álvaro Miranda, está escribiendo una novela cuya trama –que acontece en el siglo XIII durante los tiempos de esplendor de la ciudad- penetra dentro de las páginas de la que nosotros estamos leyendo –dentro de El año del francés- añadiendo a la lectura un segundo grado de ficción, como bien ha señalado el profesor José Enrique Martínez en uno de sus estudios. El efecto de esa novela en las vidas de los protagonistas y la forma gradual en que dicha novela se va fundiendo con la que nosotros leemos, el efecto de la llegada del francés en la ciudad y una sucesión de sugestivas anécdotas plásticamente narradas componen fundamentalmente el argumento. Al final, como en el Quijote, el muchacho escritor se va identificando cada vez más con el protagonista de su novela como igualmente nosotros, los lectores, nos identificaremos acaso para siempre con los protagonistas de El Año del Francés.
Es importante apuntar también que no sólo la ciudad y los personajes principales; también los personajes secundarios están tan acertadamente perfilados que rebosan interés. Por eso resulta estimulante detenerse en el trasfondo simbólico de algunos de ellos: por ejemplo el Comisario Jefe Bienzobas, personaje recurrente que aparece en casi todas las novelas de Juan Pedro Aparicio (“El Comisario Bienobas con su sombrero puesto, apoyado el brazo izquierdo en la barra del ambigú del cine Avenida, fumaba un cigarro…”); Manolín Peralta, erudito de la ciudad, que mantiene verbigracia una conversación con el propio Bienzobas en la que se alude de forma intertextual al discurso de las armas y las letras del Quijote (“¡Somos guerreros por naturaleza! ¿Convivencia entre cristianos, moros y judíos? No, cien veces no. Brutal enfrentamiento. Tintas en sangre son las páginas de nuestra Historia… ¿La lengua compañera de la espada? ¿O la lengua compañera del imperio?”); También David Habad, el peregrino francés protagonista de la novela de Álvaro Miranda que aparece como un cervantino “reparador de injusticias”… Los personajes, cargados de intencionalidad en definitiva, parecen estar construidos del mismo modo que la trama, con diálogos hilarantes y frescos que agilizan la lectura, y, sin embargo, contienen una carga simbólica, densa y profunda.
Gracias a la brillantez de esos diálogos y a la vivacidad de las anécdotas no hay duda de que el argumento de corte realista -aunque entreverado de un logrado experimentalismo - se sigue con fluidez, y ofrece, a los lectores más atentos, el retrato histórico y global de la esencia de León –con su pasado, su presente y su futuro-. Igualmente el perspectivismo muestra con elocuencia “las dos Españas” que la ciudad simboliza, como dos prismas diferentes para ver la misma realidad (“Don Manolín Peralta y Álvaro Miranda son la cara y la cruz de la vida cultural de esta ciudad, son las dos Españas: una, la hidalga, la ociosa, la rica y satisfecha, la campeona de la tradición, la clerical y apostólica, la de rancio abolengo; otra, la descamisada y descontenta, siempre en ebullición y siempre insatisfecha…”). Asimismo la coincidencia en la novela de acontecimientos en varios momentos históricos da buena cuenta de la situación de León como un mundo que fue importante y parece haber caído en desgracia; un poder político que alcanzó relevancia (incluso recibía embajadores), y ahora -mientras su población entera se encoge de hombros como preguntándose ¿qué nos pasó?- sólo se asombra ya por la visita de un francés engreído que escala la catedral guiado por un lugareño que le conduce –el Cainejo- a quien el público de la ciudad parece no ver ¡Ya sean las francesas o el paracaidista lo cierto es que la ciudad sólo admira y se sorprende con lo que viene de fuera! Así, en resumen, esta iluminadora novela aborda una cuestión fundamental para cualquier ciudad y para cualquier ser humano: su relación con lo distinto.
Atendiendo a esto El Año del Francés, epopeya realista e irónica sobre nuestra ciudad, es también la crónica descarnada de una urbe en decadencia –aunque su población viva ignorándolo- retratada con humor dramático nada ligero ni “cercano a posiciones de fondo esencialmente conservadoras”, como decía Eugenio de Nora refiriéndose a la narrativa heredera del arte de Goméz de la Serna.
Al terminar sus páginas -todo acaba con una muerte gratuita, un desenmascaramiento y un catártico proceso de identificación- el alma se llena de una sensación desasosegante; ponemos en cuestión nuestras anteriores percepciones, y somos conscientes de cómo una novela de personajes, más allá de la ironía, transmite también una idea concreta del mundo; un mundo espeso, abrumador, que a veces pasa inadvertido incluso para sus habitantes.
Sí, acaso la tarea del novelista, parece sugerir Juan Pedro Aparicio, sea precisamente esa: ordenar el universo mediante la ficción para que todos tengamos nuestra propia guía. Tal vez las mejores novelas tienen sentido en la medida en que nos explican el mundo. Y precisamente por eso resulta oportuno afirmar que, más allá de ser una obra fluida y amena, el esclarecimiento con el que revela nuestro entorno, y a nosotros mismos, constituye el aliciente primordial que hace de El Año del Francés, a mi juicio, la gran novela que se ha escrito sobre la ciudad de León, y una obra que mejora con los años y las relecturas.
Pasen y lean.

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