martes, 3 de mayo de 2011

La memoria según Juan Gelman

No sé si han reparado ustedes en que, en esta época del año, en León la noche es azul. El cielo nocturno es azul como si algo le quedara del día; como si algo le quedara de ella.
Oh, ella –la abuela del mundo- aprendió a reír al mismo tiempo que a bordar porque la magia lo simultanea todo. Aún la recuerdo ahí, en la mecedora, con el pelo canoso recogido en un moño, con sus ojos azul cielo de verano y arrugas como surcos en la tierra y ella borda que te borda remendando el pasado, que siempre parece mejor. Remendando una historia que tiene que contarnos porque ella existe y borda para que nada imprescindible se olvide y morirse, sugería, es no contar.
Hay cosas que suceden para ser recordadas. De hecho tanto mi hermano Gaude como yo pasamos por el ritual de sujetar la madeja de lana y escuchar sus historias para luego, en invierno, poder lucir a modo de escudo algún jersey. Y ella hablaba de los jornaleros gallegos que venían aquí para la vendimia y que, si lo merecían, siempre eran tratados como si fueran de casa. Y se acordaba de Guzmán, que era joven y pobre pero sabía hacer adobes y cultivar la tierra. Un año vino a pedirnos trabajo. Y comida. Y cariño. Y se quedó. Hasta se echó una novia el pueblo. Juntos se marcharon y algunas veces volvían… ¡Cómo nos quería Guzmán!
Sus ojos brillaban como lunas gemelas sobre el río Esla mientras la abuela del mundo bordaba la eternidad. Y nos hablaba de Juaco, su marido, nuestra referencia: un albañil fornido que decían en el pueblo que era republicano porque nunca iba a misa, y creían que era masón porque leía novelas. Un día mientras él estaba picando en la Bodega de Canseco lo fueron a buscar los falangistas, lo llevaron al trinquete y lo mataron a tiros... Hasta le dolía la mirada a mi abuela recontando como por los dedos las historias indelebles repetidas para que nada de aquello se repita –decía-; para que nada se olvide… Los zapatos del abuelo Juaco muerto, la palabra como emblema, la memoria resistente y ella borda que te borda. Y hoy escribo sobre ella porque estoy viendo sus ojos cuando miro cada noche este azul que se disipa, y se estira, y no se apaga: el cielo sabe mirar.
En la noche azul cobalto de León están todas las historias que inicialmente escuché; todas esas narraciones que entonces no sabía que me estaban convirtiendo en quien ahora mismo soy. De hecho, como acaba de decirnos Juan Gelman en su palpitante discurso del Cervantes, hay escritores con talento capaces de contar la vida a su manera como para corregirla y hacer de lo cotidiano un verso “en pie contra la muerte”. Pero existe también gente sencilla que narra de corazón simplemente para que nada de lo importante se olvide; para que lo humano quede; para que crezcamos con historias que hacen Historia.
Pero, como explicó Gelman, vivimos en tiempos poco propicios para la memoria. Sí, sufrimos una especie de dictadura de lo inmediato que si no estamos individualmente en guardia nos restará perspectiva y serenidad. De hecho ahora, que empezamos ya a desear con fruición las vacaciones, viajamos pero no dedicamos tiempo a aprender a quedarnos. Así tenemos, por ejemplo, mucha memoria en nuestro ordenador pero carecemos de memoria histórica. Y es que la memoria histórica implica no tanto recordar el pasado colectivo como reflexionar sobre él para no olvidar los aciertos ni repetir los errores. Por eso la memoria histórica tiene tanto que ver con la Historia como con las historias íntimas que no han traído hasta aquí…
El cielo, la luz, los ojos de la abuela que ha muerto sin contradecir por eso a la eternidad y recordarla ahora tiene algo de leyenda, casi mito, y tiene mucho de amor por las historias y por las pequeñas cosas.
Siempre creo ver a mis antepasados muertos detrás de las cosas más hermosas de mi vida. Por eso hoy observo la noche azul de León y le confío un encargo: dile a la abuela que la recuerdo, que la recuerdo.

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