martes, 3 de mayo de 2011

LAS OLLERÍAS de Joaquín Pérez Azaustre

Al final la poesía es un decir musical que nos revela algo sobre la vida que no sabe decirlo la vida misma. Una terapia eufónica. Algo magnético, hipnótico, que, cuando está engarzado en la existencia del poeta, cuando desde ahí nos cuenta y nos canta con su lenguaje conquistado alguien que no se conforma con vivir para sí mismo, irradia vitalismo, civismo y claridad emocional.

En efecto tengo para mí que la poesía, como decía Goethe, ha de estar entroncada en la existencia del poeta porque, más allá del poder seductor de las palabras, la poesía es ese momento en el que la literatura se ha quitado la ropa.

Por eso la poesía que más me llega, y me toca un nervio del alma, y me deja una huella perdurable hasta convertirse en algo a lo que regresar, es aquella en la que detecto un indefinible cimiento de verdad.

Acabo de leer intensamente el libro LAS OLLERÍAS de Joaquín Pérez Azaústre (Editorial Visor, Premio Loewe) y he vuelto a recordar que, ahora que el derecho y la política nos repiten que todo es relativo y argumentable, la poesía sigue apostando a su modo por la verdad.

El tono confesional, revelador, cautivador del primer poema titulado como el libro –Las Ollerías es un barrio de su Córdoba lejana y sola natal- nos dice sin decirlo que se llame Soria –Machado- o Alejandría –Kavafis-, París –Djuna Barnes- o Nueva York –Auster-, todo poeta tiene siempre una ciudad, un lugar en el que languidece de incurable soledad. Y es un lugar que, lo parezca o no, es menos propio de lo que el poeta quisiera pero sin el cual ese poeta se diluiría en la moda de la vanidad, de la pose, de lo exterior, de lo efímero, lo joven... De la falta de alma en cualquier caso.

A partir de ese poema inicial este autor tan dotado para el arte de la metáfora rítmica y el pensamiento audaz hace un repaso de su educación emocional mediante personajes definitorios –El indiano, El laberinto, La casa azul, Vida de Antonio Amaro, La aguadora, etc-, mediante historias evocadas –La malmuerta, Una foto invernal hacia 1981, Residencia de Estudiantes, Lisboa, La escalera de piedra, etc- y mediante íntimas anécdotas trascendidas –La siesta, El buen pastor, Una figuración del paraíso, La zanja, Los nadadores, etc-.

Pero a mi juicio este libro, más allá de sus fragmentos en forma de poemas en verso y en prosa, es un totalizante flujo de honestidad.

El poeta nos dice en estas páginas que la poesía no ha de ser confesional únicamente, y sin embargo, aunque sorprende la marroquinería fina de su audacia verbal en muchos momentos, es en su confesionalidad depurada y misteriosamente madura cuando más impacto nos produce.

He aquí el libro de quien escribe para saber si él sigue siendo de los suyos; de quien nos invita a preguntarnos si aún nos pertenecemos.

Una vez leído LAS OLLERÍAS nos deja así, sin afección por cierto barroquismo pero curándonos de ese vicio de nuestro tiempo que es la solemnidad, en el alma una conmovedora forma de ver la vida, nos remueve, nos conecta con el valor de lo arraigado, lo familiar, lo nutriente, la amistad, la belleza y la trascendencia...

Hermosa forma de reafirmarse y reafirmarnos en lo verdaderamente humano. O, por terminar de decirlo con tres versos del poeta: “Tras la casa vacía, en su rapto de peces,/ quizá me reconozcas bajo el vientre de escamas/ porque he salido a flote y soy eternidad”.

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