martes, 3 de mayo de 2011

MALDITOS de Luis Antonio de Villena

Sexo, drogas, rock and roll, protestas creativas a juego con los excesos vitales, esa versión laica y bohemia del delirio mesiánico llamada malditismo, lucidez hedonista y radical de quien vive la vida como si tratara de quemarse a lo bonzo por algo…
España en los años 70, y concretamente Madrid como resumen metafórico de ese conglomerado nacional, de ese mundo con aristas que quería dejar aceleradamente de ser en blanco y negro, es el escenario densamente atmosférico de la última novela melancólica y plural de Luis Antonio de Villena titulada MALDITOS, que acaba de publicar la Editorial BRUGUERA.
Lo primero que llama la atención de este texto, además del anecdotario provocador descrito con naturalidad, es la perspectiva del narrador, Luis de Lastra, personaje tras el cual uno no deja de vislumbrar al propio autor. De hecho en apariencia sólo tal cambio de nombres hace que esta novela sea lo que dicho narrador denomina “una biografía colectiva”, y no quizás el siguiente libro de memorias de Villena tras los ya publicados MI COLEGIO, LOS DÍAS DE LA NOCHE y PATRIA Y SEXO. En esos otros textos memorialísticos el narrador sí era protagonista, mientras que en Malditos la voz que relata, Luis de Lastra, ejerce más bien como personaje secundario de la trama realista de su vida; de su mundo.
Villena, obsesivo en los temas pero siempre estimulante, rescata así, con tono de falso documental que casi esconde la ficción que aquí hay también, la alocada existencia de un malogrado héroe al que no pudo seguir del todo; al que pocos podían seguir. Un poeta radical, homosexual, vividor, heterodoxo, iconoclasta, provocador, irreverente, leídamente lúcido y, finalmente, derrotado por las drogas, el sida o la mala suerte. “Viene luego la muerte simplificándolo todo”...
En este sentido la autofición, cuando el narrador no es el héroe de la narración sino un espectador que nos dice sin decirlo “cuando pasó yo estaba allí y eso impregna mi forma de contarlo”, se convierte en crónica casi social. Si además, como en este caso, el héroe, el protagonista, ejemplifica un modo de estar en el mundo asumido por un colectivo cronológicamente concreto, se convierte además en crónica de época: así era el turbulento Madrid joven previo al de la movida de los ochenta, el cual según el autor resultó mucho más frívolo –como nos dijo ya en otra novela, Madrid ha muerto, reeditada hace no mucho por Ediciones El Aleph-. Sí, así era esta ciudad para una “pandilla esplendorosa”, la de quienes consideraban el hedonismo como una expresión vital de su ideología contracultural profunda, intelectual, vanguardista, idealista a su modo, predicadora de la necesidad de un nuevo orden moral más amplio y menos constreñidor, el cual ellos trataban de traer aquí importado literaria y vitalmente de los vanguardistas franceses, y de los vanguardistas americanos.
La perspectiva narrativa determina con frecuencia el género al que se adscribe una novela. En ésta el narrador no cuenta su vida en concreto sino la de su entorno generacional, grupal, encarnado en lo que llama “un centro”, un ser humano tratando de implementar su libertad como sea: éste es Emilio Jordán (casi nadie ha dejado de ver en ese personaje protagonista un trasunto del poeta loco de la época además de Leopoldo María Panero: Eduardo Haro Ibars). Y, alrededor de dicho reconocible protagonista, pululan y conviven también otros personajes, más evidentes o menos, con los nombres cambiados y un espíritu afín (me impactó reconocer en estas páginas a Antonio Gala, lo confieso). Todos tratan casi al unísono de experimentar la droga más dura, la libertad individual y social total, y se abandonan a la intuición de que esa libertad empieza por la libertad de percepción (el padre de Emilio, en el que se reconoce a un conocido periodista y escritor de izquierdas, Eduardo Haro Teglen, contempla resignado e impasible como su hijo se encamina al abismo, y en ese punto el narrador se pregunta y nos pregunta si de verdad eso es ser padre).
Luis de Lastra, al cual le fascina Emilio pero le gusta su hermano, otro bello tenebroso, comparte con Emilio Jordán un mundo y una visión del mundo, y nos lo narra todo con melancolía y sin ahorrarse críticas al país que somos hoy, y que por un momento denomina “democracia totalitaria”. Pero la novela no se pierde en ideología directa sino que está llena de vida, locura, pasadas, sexo explícito, lenguaje callejero, casi cheli, junto a reflexiones reveladoras por medio de una prosa que no fluye totalmente suelta, porque está trufada de paréntesis aclaratorios que nos estimulan la inteligencia…
Hasta ahora mis novelas favoritas de Villena eran La nave de los muchachos griegos y El sol de la decadencia, pero, en mi opinión, esta última se cuenta entre las mejores.

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